El viático, los viáticos, son términos que a una gran parte de lectores (en la España de hoy) poco o nada sugieren. Como tantos otros, han sufrido un imparable proceso de olvido y desuso hasta convertirse en verdaderos “fósiles” de la lengua. Y, sin embargo, eran palabras de uso corriente hace no tantos años, como lo habían sido –al menos en dos de sus significados- desde siglos.
Si alguno de aquellos lectores se remite al Diccionario podrá comprobar que la Academia admite (tras explicarnos su etimología, “del lat. viatĭcum, de via, camino”) hasta cuatro acepciones del término. Las dos primeras atañen al orden civil: “prevención, en especie o en dinero, de lo necesario para el sustento de quien hace un viaje” y “subvención en dinero que se abona a los diplomáticos para trasladarse al punto de su destino”. La tercera denota este mismo significado pero en el orden religioso (“sacramento de la eucaristía, que se administra a los enfermos que están en peligro de muerte”).
Los lectores de más edad recordarán, en uno y otro plano, cómo los sacerdotes llevaban y administraban el Santo Viático a los moribundos, precisamente para que el sacramento les acompañase en su viaje final a la vida eterna; y cómo los funcionarios públicos seguían percibiendo, al igual que lo habían hecho desde tiempos del imperio romano, las cantidades que en concepto de “viáticos” les correspondían cuando habían de desplazarse por motivos oficiales.
Existía, en la España del siglo pasado, un conocido y habitualmente aplicado “Reglamento de dietas y viáticos”, más tarde derogado y sustituido por otro que, como tributo a la regla de oro de la burocracia (nunca digas con una palabra lo que puedas expresar con cinco), donde antes hablaba de viáticos ahora habla de “indemnizaciones por razón del servicio”. Las dietas parecen haber gozado de mejor suerte. Afortunadamente para el idioma castellano (no para la ética política), al otro lado del Atlántico aún se pueden leer cada día noticias como “el alcalde de Palermo cobró viáticos por un paseo familiar a Cartagena” (Diario La Nación, de Colombia, de 7 de marzo de 2013).
En la introducción a una de las versiones de “Sobre la vida feliz” (De vita beata, cuyo título otros traducen al castellano “Sobre la felicidad”), el autor francés que analiza esta obra de Séneca transcribe en su prefacio un comentario que Alexis de Tocqueville hacía respecto de las producciones literarias de la antigüedad: “elles nous soutiennent par le bord où nous penchons”. Y concluye que “el idioma francés tenía una palabra, hoy algo en desuso, para este tipo de obras: los viáticos”.
Aunque cualquiera de las de Séneca puede ser una buena “provisión de boca”, un buen “viático” que acompañe nuestro viaje, su obra “Sobre la vida feliz” lo es especialmente. Y dada la trayectoria pública de su autor, verdadero “regente” o primer ministro de Roma en los primeros y aún no tenebrosos tiempos de Nerón (de quien había sido preceptor y que más tarde, ya convertido en tirano, le ordenaría suicidarse) De vita beata contiene algunas reflexiones que en la Carrera de San Jerónimo harían bien en no olvidar. Quizás previa lectura del capítulo XV del libro La Democracia en América, capítulo en el que el mismo Tocqueville nos explicaba ya en 1835 “por qué el estudio de la literatura griega y latina es particularmente útil en las sociedades democráticas”.
Una de las reflexiones de Séneca es fruto de su larga experiencia personal en la vida política y de ella se ha hecho eco otro de los artículos de esta página (“La democracia en tiempos de crisis”). Para referirse al carácter mudable de las opiniones afirma que “sucede como en las elecciones y comicios, donde aquellos mismos que los eligieron se asombran de ver a quiénes nombraron pretores, cuando decae su efímera popularidad”. No necesitaba el escritor nacido en Córdoba acudir a las encuestas del CIS ni a los sondeos a pie de urna para saber que los “pretores”, los gobernantes, reciben un encargo de sus conciudadanos y que la opinión de éstos varía con suma facilidad. Los políticos tienden inevitablemente a pensar, cuando se sientan en los escaños de la Carrera de San Jerónimo, que están donde están por su méritos propios cuando, en nuestros Estados de partidos, realmente acceden al poder al margen de aquéllos y sólo a través de mecanismos de promoción interna no siempre justificados.
Poco antes de aquella reflexión hacía Séneca otra que podría ser particularmente aplicable, hoy, a la disciplina de voto en los grupos parlamentarios: “Nada es más necesario que guardarnos de seguir, como acostumbran las ovejas, al rebaño que las precede y las dirige no hacia el lugar al que deberían ir sino al que van”. Reivindicaba con estas palabras la autonomía y aun la dignidad de cada persona, y nos prevenía a todos de vivir no según la razón propia sino según la imitación del resto. Advertía, además, de las consecuencias funestas de la actitud acomodaticia: los hombres se desploman unos tras otros, al igual que sucede en las grandes aglomeraciones cuando la multitud se comprime sobre sí misma y “nadie cae sin arrastrar consigo a su vecino, de modo que los primeros son causa de la caída de los demás”.
Séneca difícilmente hubiera admitido la sujeción incondicionada que nuestros parlamentarios tributan a los líderes de sus partidos o a las propias mayorías de sus respectivos grupos. La búsqueda de la felicidad de la vida, basada sobre la verdad, le llevaba a propugnar que “debemos hacer lo que es óptimo, no lo que se acostumbra a hacer”. Y añadía que ello no dependía de “la aprobación del vulgo, el peor intérprete de la verdad. Y llamo vulgo tanto a los que visten clámide como a las cabezas coronadas, pues no me importa el color de los vestidos que cubren sus cuerpos”.
Defendía Séneca para sí, y para el resto de sus conciudadanos, el derecho a disentir incluso dentro de las propias formaciones políticas o ideológicas a las que cada uno se adscribía. Catalogado él mismo como estoico, afirmaba que cuando hablaba de “nuestras opiniones” no por ello se vinculaba necesariamente a ninguna de las emitidas por los “próceres estoicos”, sino que mantenía su derecho a formular las suyas: “por consiguiente, seguiré las de alguno, admitiré parte de las de otro y quizá cuando me pregunten después de todos diré que no rechazo ninguna de las anteriores pero expresaré, con toda su amplitud, la mía propia”.
En este viático, que ahora proponemos para el camino parlamentario, incluía Séneca palabras de advertencia a quienes “alaban la elocuencia, persiguen las riquezas, se sienten adulados y exaltan el poder”. En una sola frase retrataba la fisonomía de un grupo social cuyos rasgos no tendríamos muchas dificultades en identificar hoy. Todos sus integrantes, afirma, “o son enemigos o, lo que es igual, pueden serlo: pues cuanto mayor es el número de quienes los admiran, mayor es el de quienes los envidian”.
En fin, el breve tratado de Séneca sobre la felicidad es una llamada incesante a vivir y a actuar, también en la acción política, sobre unas bases “no en apariencia buenas sino sólidas” cuyo esplendor y “belleza es tanto mayor cuanto más oculta está”. De ahí su preocupación porque el trayecto de la existencia humana, para cuyo feliz recorrido escribía De vita beata, se hiciera sin equivocarse de camino. Pues, errado éste, “cada uno se aparta más de la felicidad cuanto más se precipita a buscarla: a poco que se aleje de la vía adecuada y elija la que lleva al sitio opuesto, mayor será el alejamiento final, a medida que se incremente la velocidad de la marcha”.
La elección de los objetivos y los bienes “reales”, basados en la razón y en la naturaleza, y no sólo de aquéllos que a primera vista atraen o imperan socialmente en un momento dado, era para Séneca la clave de la vida feliz. De ahí su crítica, vigente hoy como cuando escribió este viático, a quienes discurrían tan sólo por los “caminos más trillados y más frecuentados, que son los que confunden y decepcionan”.
Nuestros políticos, decíamos, harían bien en volver la vista a Séneca cuando advertía que para algunos de ellos, y del resto de los hombres, “los objetos que les fascinan, aquellos ante los que se detienen y que muestran unos a otros con admiración, por fuera brillan, por dentro son miseria”. Por algo será que, como recordaba otro artículo publicado en esta misma página, el edificio donde se celebran las sesiones del más alto órgano político de la Europa actual lleve el nombre de Iustus Lipsius, precisamente el humanista neoestoico que escribió en 1605 su “Iudicium super Senecam”.