Dejábamos el artículo precedente en un momento del rodaje de la película “Para que no me olvides” con muchas incertidumbres (y al menos con dos sombras) abiertas. Y sólo hablábamos de los cuatro protagonistas principales, a saber, el ciudadano que pretendía “borrar” una noticia, aparecida años antes, que anunciaba la subasta de su casa por impago de una deuda a la Seguridad Social; el periódico La Vanguardia que la había publicado y la mantenía en su hemeroteca y en su página web; Google, a quien se exigía que bloqueara el acceso a aquella noticia a través de su buscador en internet; y, en fin, la Agencia Española de Protección de Datos que, actuando con mucha más delicadeza que los cops del NYPD, instaba a Google Spain SL (el Google casero, no el de California) a cumplir sus órdenes.
Existen, sin embargo, otros dos intérpretes que figuran como supporting actors (quizás por las consabidas exigencias del guión) pero que en realidad tienen un papel decisivo y la productora del film haría bien en colocarlos en lugar destacado entre los títulos de crédito. Del primero ya dijimos algo en nuestro anterior artículo: se trata del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que, compuesto en este caso por quince jueces integrados en una “Gran Sala” (algún lector se acordará del jurado de “Doce hombres sin piedad”, pero no tiene mucho que ver), parecería que ha de resolver el caso.
Aunque en realidad, y para dar otro viraje inesperado a la trama y sorprender a los espectadores -excepto a los consabidos fans de Hitchcok- aquel tribunal pudiera de nuevo no ser el de verdad. Y aquí interviene el segundo personaje “oculto”. Porque la decisión final, final, no corresponde al Tribunal de Justicia de la Unión Europea sino a otro que hasta ahora apenas ha aparecido en el relato: se trata del tribunal español (para más señas, la Sala de lo Contencioso Administrativo, con perdón, de la Audiencia Nacional) que es quien en último extremo tendrá que decidir.
Qué pinta, entonces, en esta película el Tribunal de Luxemburgo, nos preguntábamos y dejábamos sin resolver en el anterior artículo. Pues su intervención responde a una de las technicalities jurídicas que mejor no describir con detalle (sobre todo para no aburrir a los no especialistas) pero de la que inevitablemente algo hay que decir. Y es que en este género de obras rodadas en Europa se prevé que unos jueces, los nacionales, planteen a otros, los de la Unión, las dudas que tengan sobre la interpretación del Derecho europeo que pudiera ser aplicable. Y así ha sucedido en este caso.
Esta es una de las claves –hay otras, y a alguna me referiré en seguida- del guión. Porque resulta que existen desde 1995 unas disposiciones europeas que se incluyen en la denominada “Directiva 95/46/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 24 de octubre de 1995, relativa a la protección de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento de datos personales y a la libre circulación de estos datos” (el título, como de costumbre en la jerga comunitaria, no es precisamente un homenaje a la brevedad y concisión).
Obtener una interpretación “autorizada” de esas disposiciones que pretenden, en síntesis, armonizar la protección de datos en todos los países de la Unión Europea, entre los que obviamente figura España, es de lo que se trata. Google afirma, sin embargo, que resulta un poco forzado el intento de aplicar la Directiva a unos motores de búsqueda que prácticamente eran desconocidos, o tenían un alcance muy limitado, en el año 1995, cuando fue aprobada. Y que, en todo caso, las reglas que en ella figuran no se refieren a los buscadores.
Hay, además, un problema de fondo que tiene seriamente preocupados a los críticos cinematográficos. Y es que si se “estira” mucho el “derecho al olvido” ejercitado por unos, en esa misma medida se reduce el “derecho a conocer” o el “derecho a recibir información” que tienen otros y, sobre todo, la “libertad de informar” que asiste, felizmente y no sin pocas dificultades históricas, a los medios de comunicación. Con lo cual el patio de butacas de pronto se llena de voces del público entre las que pueden oírse con toda claridad dos muy señaladas: “libertad de expresión” y “censura”.
Buena parte de los que pronuncian aquellas voces visten camisetas (habría que llamarlas t-shirts, por su procedencia) en las que va grabado el texto de una breve enmienda, la primera, que en 1791, cuando California ni siquiera era Estado de los EEUU, se hizo a la Constitución del país de origen de Google Inc.: “Congress shall make no law […] abridging the freedom of speech, or of the press”. Otros, por el contrario, llevan camisetas con un texto aun más corto (“derecho al olvido”) cuyo significado al otro lado del Atlántico no se llega bien a comprender, hasta el punto de que ni siquiera hay coincidencia en cómo debería traducirse al lenguaje del imperio (“right to be forgotten?”, “right to oblivion?”, “right to delete?”).
Llegados a este punto el guión se retuerce sobre sí mismo y bien puede decirse que vuelve a la casilla de salida. Pues de nuevo los personajes de la trama, secundados por los espectadores y en parte por los críticos cinematográficos, empiezan a debatir si la lectura de lo un día legítimamente publicado en un determinado periódico puede, años más tarde, ser impedida o restringida imponiendo a los motores de búsqueda la obligación de bloquear el acceso a aquella información.
En los párrafos anteriores ha aparecido, como quien no quiere la cosa, un adverbio que dará que hablar en el desarrollo de la película: “legítimamente”. Ninguno de los protagonistas, tampoco Google, pretende que determinadas informaciones (por ejemplo, las calumniosas, las ofensivamente difamatorias, las que revelan secretos militares y otras por el estilo) tengan que seguir siempre accesibles si su publicación inicial no debió producirse porque ya entonces era ilegal. Admiten, unos y otros, que los jueces pueden ordenar, tanto a los periódicos que publican como a los buscadores que a ellos enlazan, el bloqueo o la retirada de esas informaciones. Pero discuten, y seguirán discutiendo, que ese mismo procedimiento –de suyo excepcional y muy restringido en el mundo occidental, precisamente para evitar la censura- pueda ser aplicado a las noticias o a los “datos” como aquel cuyo “olvido” pretendía el deudor y propietario de los bienes que aparecieron en La Vanguardia para ser subastados.
Hasta aquí, la trama. Falta, como bien se ve, el desenlace, el happy end para alguno o algunos de los protagonistas. Mientras tanto, el departamento de publicidad y marketing de la productora ha rechazado, seguramente con razón, dos referencias que los guionistas habían sugerido incluir, relativas a los orígenes más remotos del tema central de la película.
Un guionista, no muy acostumbrado al ritmo rápido de Hollywood, proponía acabar la última escena con un lento travelling que mostrase el Leteo, el río a través del cual en la mitología clásica se accedía al Hades, la sede del infierno y morada de los difuntos, y quienes lo traspasaban perdían la memoria (por eso en griego olvido se decía “lethe”). Sólo determinados personajes excepcionales lograban conservar sus recuerdos en el Hades y precisamente por eso se convertían en inmortales. Vueltos a este mundo desde el reino de la desolación, del olvido y de las sombras, recordaban todo lo que habían visto y oído en el otro. El derecho al recuerdo era un don de los dioses mientras que el olvido constituía, y constituye, el destino final de la mayoría de los hombres.
Otro guionista sugería como final de la película la imagen de la tecla DEL acompañada de una voz en off que explicara sus orígenes: “delete” es un verbo inglés inmediatamente derivado del “deleo” latino, que significaba tanto borrar como destruir. La famosa frase “delenda est Cartago” atribuida a Catón (que conjuga precisamente una forma verbal de “deleo”) quería decir ni más ni menos que Cartago debía ser borrada del mapa. Y si Cicerón expresaba en una carta a Cayo Escribonio el deseo de que la memoria de sus servicios no se extinguiera jamás, lo hacía utilizando el verbo “deleo” para afirmar que nunca los borraría el olvido (unquam deleuit oblivio).
Cuándo Google (gracias a cuyo buscador, por cierto, es posible acceder en dos toques, y en versión original o con subtítulos en inglés, a la Bibliotheca Augustana que contiene la colección de cartas familiares de Cicerón) cuándo Google, decía, debe apretar o no la tecla DEL es en definitiva lo que está en juego en este apasionante thriller.