El día que Adrián Leverkhün conoció a Hitler

El día que Adrián Leverkhün conoció a Hitler

Cuenta Alex Ross en su maravillosa obra El ruido eterno uno de los episodios más singulares de la vida musical del siglo XX. En 1905, en la ciudad alemana de Dresde un concurrido grupo de afortunados tuvo la oportunidad de presenciar uno de los estrenos operísticos más importantes de la época. Junto con las primeras representaciones de la Consagración de la primavera de Stravinski y Pierrot Lunaire de Schoenberg, la de Salomé ocupa un puesto de honor en el olimpo de los estrenos controvertidos. Entre los destacados asistentes a tan magno acontecimiento hay nombres ya de sobra conocidos; desde Richard Strauss -el propio compositor de la obra- hasta Mahler, pasando por un sinfín de políticos, intelectuales, pintores y músicos de menor renombre. Incluso el propio Hitler se jactaba años más tarde de haber ocupado una plaza entre los afortunados espectadores. De todos ellos destaca, sin embargo, no por su relevancia histórica sino más bien cultural, un joven ex estudiante de teología que ha llegado a la ciudad por un doble motivo, perseguir un encuentro furtivo con una mujer enigmática y poder también apreciar el genio del sucesor operístico de Wagner. Adrian Leverkühn, así se llama el hombre en cuestión, posiblemente no fue visto por la mayoría de los allí presentes -por no decir ninguno- debido a un singular y sorprendente dato: Adrian jamás existió. Mejor dicho, no existió físicamente, sus pies nunca pisaron el asfalto de una ciudad como Dresde, sus oídos jamás oyeron el espanto de Herodes ante la petición de Salomé, sus ojos no vieron al gran maestro vienés ni al compositor de Also sprach Zarathustra y de Der Rosenkavalier. Se pregunta uno entonces cómo es esto posible, cómo estando allí ni pisó ni escuchó ni vio ni fue visto; pues por la sencilla razón de que nuestro enigmático Adrian Leverkühn resulta ser un personaje de ficción.

Decía Shakespeare por boca del mago Próspero -de quien, en un acto de la más pura humildad y reconocimiento, este pobre escritor toma nombre- que el hombre está hecho de la misma sustancia que los sueños. No es aventurado señalar que en el caso de Adrian esta afirmación cobra su máximo sentido. Él no fue creado en el sentido en que el hombre, la bestia o el pez lo son, él fue imaginado. Imaginado sí, pero afortunadamente por uno de los gigantes de las letras del siglo pasado. Su concepción no se la debemos a la pobre creatividad de un escritor desesperado por que su libro llegue a las estanterías de los best-seller de la última cadena de librerías con éxito. Él fue creado con la intención de expresar una faceta de nosotros mismos. Acertaba Ortega al señalar que “el hombre es el problema de la vida”. Adrian representa el dilema de la creación artística en su faceta musical, la evolución del intelecto humano hacia nuevas concepciones del arte más excelso, del post romanticismo hacia una música más fría, intelectual y compleja en sus estructuras fundamentales. Ayuda no obstante que la vida y miserias de Adrian Leverkühn nos sean contadas por las buenas artes y con el inigualable estilo del Nobel del Literatura de 1929, Thomas Mann.

En el inimitable análisis de la música que es su libro Doctor Fausto Mann, como ya lo hizo en su otra obra maestra La montaña mágica, aborda, si bien no de manera directa, la problemática de la ficción creativa y la realidad presente. Si el balneario de Davos con sus curiosos huéspedes, y los compañeros de Hans Castorp fueron en su día el vehículo utilizado para representar las numerosas fases de la psique colectiva europea hasta el horror de la Gran Guerra, con Fausto contemplamos la destrucción de esa psique en dos líneas temporales distintas: la de la propia vida del músico atormentado y la del año 1944 en que su amigo narrador nos describe la devastación del Viejo Continente. El elemento singular de la novela se centra no obstante en el talento y la voluntad creativa del hombre.

Me gustaría mencionar una vez más unas palabras del maestro Ortega: “lo que debe imponerse todo artista es la ficción de la totalidad”. ¿Pero qué es la totalidad? ¿Es la absoluta omnisciencia? ¿La ficción del todo, del alpha al omega, desde el ser más microscópico a la fórmula matemática más compleja? No creo yo que nuestro filósofo, ni de paso tampoco Thomas Mann, tuvieran este propósito en mente. Para ambos el objeto fundamental de toda creación debe ser el hombre. La ficción de la totalidad viene entonces referida a la totalidad del hombre, al hombre considerado en todo su ser, en toda su esencia. Sin necesidad de entrar en disquisiciones excesivamente metafísicas, lo que nos singulariza por encima de las demás especies es nuestra capacidad de racionalizar, de trascender, siendo el arte una manifestación no sólo fundamental sino central de ésta última. El arte es pura trascendencia, la expresión de conceptos, ideas interiores, el expresionismo de Kandinsky no es más que “la presentación de una expresión interna en forma externa y visible”. Partiendo por tanto del arte del hombre puede desplegarse ya en las múltiples dimensiones de las que éste se compone.

Siguiendo este razonamiento cabría preguntarse qué pueden tener en común creaciones como la sonata Claro de luna de Beethoven y cualquiera de las representaciones artísticas de la entropía de Gordon Matta-Clark. No sería tampoco atrevido preguntarse cómo es posible condensar en un mismo concepto artístico los frescos de la Capilla Sixtina con las explosivas concepciones de Duchamps. Una posible respuesta ya la hemos aventurado. El hombre, el hombre como poeta, el filósofo, el político, el padre y el hijo, el ciudadano. Todas las facetas del ser humano se manifiestan en su vertiente de creatividad, en su necesidad de trascender y de salir de sí mismo. No es un concepto vano ni vacío. El arte tiene su origen en la necesidad de expresarse que todo hombre tiene. Pero expresar el qué. Es aquí donde empiezan los problemas. Mann expresa con Fausto los recovecos del alma humana; Beethoven, la magnificencia de la naturaleza; Duchamps, la capacidad para el escándalo. Cualquiera podría decir entonces que nuestra tesis queda invalidada fuera de las murallas del mundo teórico, que la realidad muestra que los artistas tienen motivos y preocupaciones dispares. Todo lo contrario, las diferentes expresiones artísticas que hemos mencionado -cada una con sus correspondientes elementos teleológicos- tienen un denominador común: todas provienen de un ser humano.

Pese al peligro de parecer redundantes hemos de regresar una vez más a nuestro querido ser humano. Por mucho que nos empeñemos, toda obra de arte, y cuando digo todas me refiero absolutamente a todas, es una creación humana. Y no hay creación que no lleve algo de su creador. Lo que puede variar son los instrumentos -ya sean físicos intelectuales- pero no por ello el núcleo. Por eso decía Borges que el arte sucede cada vez que leemos un poema.

Podríamos pensar entonces que todas las obras de arte tienen el mismo valor, que todas cumplen un mismo propósito o que al fin y al cabo todo se reduce a una pura subjetividad interpretativa. Nada más lejos de mi propósito. Ello equivaldría a atribuir automáticamente el mismo valor a los versos de Byron que a los de un poeta aficionado. Hermann Broch escribió que “toda canción verdadera presiente el conocimiento, lleva el conocimiento, enseña el conocimiento”. Tomando esta afirmación como punto de partida se podría decir que las creaciones artísticas más importantes son aquellas que se adentran con mayor valentía en las profundidades del misterio del hombre. No es lo mismo la voluntad de escandalizar -curiosamente imperante en ciertos sectores artísticos e intelectuales- que la de intentar responder a las preguntas fundamentales. Las vacas en formol del Hirst atraerán a cientos de curiosos, pero jamás te emocionarán como el pensador de Rodin. Lady Gaga venderá millones de discos, pero jamás logrará emocionarte como el grito de “al alba venceré” del Príncipe Desconocido de Turandot. Es cierto que a veces para apreciar la grandeza de una obra se requiere una cierta formación previa pero qué duda cabe que el valor de la obra eterna es su permanente capacidad de transmitir a todas las personas, en todos los lugares y en todas las épocas.

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