Eurodesnaturalizantes

Eurodesnaturalizantes

La próxima cumbre del Consejo Europeo, que se celebrará el día 22 de mayo de 2013, tiene previsto “prestar una especial atención al modo de conseguir una  mayor eficacia en la recaudación de impuestos y en la lucha contra la evasión y al fraude fiscales con miras a reforzar la estrategia presupuestaria de los Estados miembros y profundizar el mercado interior.”

La página web de la sesión del Consejo incluye una referencia, como documento de trabajo, al “Plan de acción de la Comisión” en esta materia. Y en él, entre otros temas a los que me referiré después, hay uno apasionante y merecedor del máximo interés. En el epígrafe 13 del apartado tres (“nuevas iniciativas”) del plan de acción de la Comisión  se encuentra un “proyecto de eurodesnaturalizante para el alcohol completa o parcialmente desnaturalizado” en cuyo éxito los ciudadanos de la Unión tienen depositadas sus mejores esperanzas. Las comillas reflejan el texto literal del título de la propuesta, se lo aseguro, de modo que han leído bien ustedes.

Son tantos, en efecto, los “eurodesnaturalizantes” a los que nos hemos visto sometidos en los últimos tiempos que otro más, este referido solamente al alcohol, sin duda nos hará la vida más llevadera. Es cierto que alguien correrá el riesgo de que le sirvan un long drink a las cuatro de la madrugada todavía más “eurodesnaturalizado” de lo que acostumbra la camarera de turno, pero casi con seguridad no lo notará demasiado, ya en la fase de exaltación de la amistad previa a la entonación de los cánticos regionales característica de aquellos etílicos y agradables momentos.

En la misma cumbre, sin embargo, se va a intentar también, por enésima vez, “eurodesnaturalizar”, si se nos permite adoptar el feliz invento terminológico, una institución que para algunos países de la Unión (y, a estos efectos, Suiza es como si lo fuera) también ha venido resistiendo, como el consumo de alcohol, todos los asedios, impertérrita.

Se trata de poner coto a la falta de colaboración de ciertos Estados miembros y de ciertos “territorios europeos cuyas relaciones exteriores asume un Estado miembro” en la “lucha contra el fraude fiscal y la evasión fiscal”. Amparados en sus propias legislaciones, especialmente en las normas protectoras del secreto bancario, aquellos Estados (más bien próximos a los Alpes) o sus “territorios dependientes” (alguno de ellos a orillas del Mediterráneo) se niegan sistemáticamente, o ponen no pocas dificltades, a facilitar información de relevancia tributaria a las autoridades fiscales de los demás.

El “plan de acción” de la Comisión implica una serie de iniciativas que refuerzan la cooperación interfronteriza en materias tributarias. La Comisión pide al Consejo, entre otras medidas, que firme y concluya un proyecto de acuerdo de lucha contra el fraude y de cooperación fiscal entre la UE y sus Estados miembros y Liechtenstein, proyecto que duerme el sueño de los justos (de los injustos) desde el año 2009, boicoteado por algunos Gobiernos.

La Comisión también formula, con esa jerga insufrible y elíptica que caracteriza a algunos de sus escritos, ciertas “recomendaciones relativas a las medidas destinadas a alentar a los terceros Estados a aplicar normas mínimas de buena gobernanza en el ámbito fiscal”. Con ello quiere decir, en lenguaje desencriptado, que a su juicio el Consejo debería enfrentarse a los “territorios que habitualmente son considerados paraísos fiscales” para exigirles al menos colaboración tributaria. Y, en un alarde de valentía, llega incluso a sugerir que el Consejo podría adoptar medidas que “abarcan la posible inclusión en una lista negra de los territorios que no cumplan las normas, y la renegociación, suspensión o conclusión de los convenios de doble imposición”.

La Comisión sabe que este es un terreno minado. Con el mismo lenguaje elíptico reconoce que hasta ahora  “los Estados miembros han respondido de forma distinta a esta situación” y que, aprovechando los agujeros negros en la fiscalidad y en la lucha contra el fraude, las empresas han establecido “mecanismos con dichos territorios [los paraísos fiscales] a través del Estado miembro cuya reacción sea más débil”.

Los Estados miembros “cuya reacción es más débil” son los que, eufemismos aparte, no tienen demasiados inconvenientes en que los ciudadanos y las sociedades de capital de los demás depositen sus fondos de modo opaco –o a cambio de un mínimo gravamen- en sus propias entidades financieras. Algunos de ellos rechazan, escandalizados, ser paraísos fiscales: afirman que, simplemente, tienen unas reglas “competitivas” en materia fiscal que invitan y acogen con entusiasmo la inversión mobiliaria procedente del exterior, sin hacer demasiadas preguntas sobre su origen (el dinero no huele mal, parece que dijo Vespasiano hace casi dos mil años) ni responder a las que les hagan otros Estados.

En una reciente entrevista (El País de 4 de marzo de 2013) el “ministro principal” de la colonia que la Corona británica tiene cerca de Algeciras, no tenía reparo en afirmar que el modelo de paraísos fiscales es “un modelo antiguo que no tiene cabida en la Europa moderna, incluso en el mundo moderno” (aclararemos que el señor Picardo, Don Fabián, pertenece al partido Socialista Laborista). Y se  quedó tan contento. Por lo demás, añadió inmediatamente que lo que Gibraltar había hecho es “tener impuestos más competitivos”, al igual que “Irlanda al 12%, Chipre, Malta, con impuestos sobre sociedades bajos, países que son miembros de la Unión Europea”.

La sesión del Consejo Europeo del próximo día 22 de mayo podría ser una buena ocasión para poner orden y concierto en este panorama, que indigna con razón a los contribuyentes honrados y “pone de los nervios” a los ministros de Hacienda responsables de proteger los ingresos fiscales de sus propios países, disminuidos a causa del éxodo de una bases imponibles difícilmente verificables (el capital mobiliario se ha transformado hoy en anotaciones electrónicas) hacia climas fiscalmente más “soleados” y paradisíacos.

Las buenas intenciones del Consejo Europeo podrán, sin embargo, ser vetadas por alguno de los “Estado miembros menos estrictos”, como ha venido sucediendo desde tiempo inmemorial. Y aquí no hay cabida para las “cooperaciones reforzadas”, esto es, para que sólo unos cuantos países decidan seguir adelante dejando al margen al resto: basta que cualquiera de ellos se desmarque para perpetuar la situación actual.

Las propuestas clave van en un doble sentido: por un lado, conseguir la cooperación plena y el intercambio de información tributaria sin restricciones entre todos los Estados miembros de la Unión, a fin de combatir el fraude y la evasión fiscales; por otro lado –y aquí el proyecto sí que requeriría, para ser eficaz, una improbable ayuda de terceros países, no demasiado interesados en acabar con ellos- endurecer las relaciones exteriores de la propia Unión con los paraísos fiscales.

Se va creando, además, un clima de opinión favorable a combatir algo que las opiniones públicas tienen una lógica dificultad para acepta, mucho más en tiempos de crisis y subidas de impuestos: que los tributos devengados por las grandes multinacionales a causa de sus actividades en un determinado país terminen siendo satisfechos (como es obvio, a tipos mucho más bajos) en otros. La Comisión se refiere a esta práctica como “planificación fiscal agresiva”  a través de la cual determinadas empresas “sacan partido de las incoherencias de las legislaciones nacionales para asegurarse de que determinados componentes de la renta no se someten a imposición en ningún lado o bien para explotar las diferencias entre los tipos impositivos”. 

Lo cierto es, sin embargo, que en esta última materia los proyectos de la Comisión no pasan de la fase de las tímidas y piadosas intenciones, sin más. Quizás sólo si cuajan iniciativas bilaterales o multilaterales mucho más decididas podría avanzarse en este sentido, lo que tampoco será fácil. Un ejemplo de ellas es la suscrita el 5 de noviembre de 2012 por el ministro alemán de Finanzas (Wolfgang Schauble) y el British Chancellor of the Exchequer (George Osborne).

Ambos firmaron un manifiesto conjunto en el que proponían una reunión del  G20 “[…] for concerted international cooperation to strengthen international standards for corporate tax regimes”. Tras exponer que las “global companies” constituyen una significativa fuente de crecimiento, inversión, empleo e ingresos tributarios,  reconocían  que los actuales estándares tributarios internacionales no se sujetan a los cambios de las “global business practices, such as the development of e-commerce in commercial activities”. Como consecuencia de ese desajuste, “some multi-national businesses are able to shift the taxation of their profits away from the jurisdictions where they are being generated, thus minimising their tax payments compared to smaller, less international companies”.

Tampoco hay que hacerse demasiadas ilusiones con las reuniones del G20. Pero, en fin, parece que algo se mueve en una Unión ya bastante “eurodesnaturalizada” los últimos años, entre otras causas precisamente por la actuación de los dos Estados cuyos gobiernos cuentan, como figuras destacadas, a los ministros Schauble y Osborne.

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