La democracia en tiempos de crisis

La democracia en tiempos de crisis

Nada hay, por tanto, que procurar más que no seguir, al modo del ganado, el rebaño de los que nos preceden, encaminándonos no a donde hay que ir, sino a donde la gente va. Pues bien, nada nos enreda en desgracias mayores que el hecho de que nos amoldamos a la opinión común, calculando que lo mejor es lo que se ha admitido con general aprobación, y de que tenemos numerosos modelos y no vivimos según la razón sino según la imitación. […].Es pues perjudicial arrimarse a los que nos preceden y, en tanto que todo el mundo prefiere creer a opinar, nunca se opina de la vida, siempre se cree, y nos hace rodar y caer el yerro transmitido de mano en mano. Nos perdemos por el ejemplo de los demás; nos curaremos sólo con que nos separamos del montón. En realidad sin embargo, la gente se alza contra la razón como defensora de la propia desgracia. Así pues, ocurre lo que en los comicios, en los que los mismos que los han nombrado se extrañan de que otros hayan sido nombrados pretores, cuando ha dado un giro al mudable favor: las mismas cosas aprobamos y las mismas criticamos; este es el resultado de cualquier juicio en que se emite el fallo siguiendo a la mayoría”. (Séneca, Sobre la vida feliz).

Allí donde leamos se observa un clamor popular por recuperar la democracia. Las manifestaciones de los últimos meses, de muchos periodistas e incluso algunos políticos defienden la necesidad de regenerar nuestro sistema político para dar mayor voz al pueblo. Muchas de estas propuestas no son más que un brindis al sol y suelen carecer de un razonamiento que las apoye y dote de consistencia. Nos olvidamos con cierta frecuencia de que la democracia es tan sólo un mecanismo para canalizar la soberanía del pueblo y organizar el sistema político de una sociedad. Al final son siempre las personas quienes dirigen sus propios designios.

La democracia no es un invento reciente, ya los cazadores-recolectores del paleolítico o las primeras sociedades agrícolas del Neolítico adoptaban sus decisiones en común. A los griegos debemos la codificación de este sistema político. Ellos serán quienes construyan el cuerpo legal de la democracia directa (al que hoy muchos desean volver) si bien sus tres pensadores más importantes, Sócrates, Aristóteles y Platón, no eran partidarios o directamente se oponían a ella. Tras la derrota ateniense en la Guerra del Peloponeso, el sistema democrático perdió fuerza y no volverá a recobrarla hasta bien entrado el siglo XIX, aunque se hayan dados casos que se asemejan a él, como la república romana, las ciudades-estados italianas (donde destaca Venecia) o las Provincias Unidas flamencas, entre otros.

Hasta la llegada del sufragio universal la mayoría de los sistemas democráticos tenían un elemento en común: el recelo hacía la masa. Incluso los griegos limitaban el acceso a la Boulé. Las razones las expresa Aristóteles en su “Política”: el miedo a que la masa ignorante corrompa la democracia para convertirla en demagogia hacía necesario restringir su acceso a los resortes del poder. Por otro lado, Platón atacaba en Gorgias a los sofistas con un argumento que bien se podría aplicar a la actual situación política; mantenía que aquellos que tenían la posibilidad de persuadir de forma más convincente eran quienes habían tenido una mejor educación en el arte de la retórica, en otras palabras, los ricos y poderosos, por lo que sus argumentos girarían en torno a sus intereses, aun cuando la necesidad de lograr la aprobación del auditorio les obligara a dirigir su discurso hacía posiciones que agradasen a todos. Tanto por una razón como por otra la búsqueda de la justicia, fin último del filósofo, se veía supeditada a los intereses personales.

Hoy se reivindica que la soberanía vuelva a residir en el pueblo y no en los políticos, que sea el pueblo el que hable y directamente adopte las decisiones que considere convenientes. Más allá de los problemas técnicos y organizativos que esto implicaría, se añade una cuestión adicional ¿queremos de verdad que sea la masa la que tome las riendas del poder? Cada decisión, cada ley que se apruebe requiere un estudio y unos conocimientos de los que carece la mayor parte de la población, pero además, y este es el verdadero problema, a la inmensa mayoría de la sociedad no le interesa participar pues le supone una carga y directamente le dan igual las medidas que se adopten.

Si hay algo que los dictadores han sabido gestionar mejor que nadie ha sido la manipulación de los intereses del pueblo en su provecho. Hitler, Nasser o Chaves fueron capaces de azuzar a la masa para atraerla a sus propios intereses. Lo que mucha gente olvida o desconoce es que Hitler se alzó con el poder democráticamente. El populismo se apoya en la reacción visceral de la masa que se mueve más por sentimientos que por razonamientos. Pongamos por ejemplo que mañana se celebrase un referéndum preguntando si se quiere suprimir los impuestos y aumentar los servicios sociales. Seguramente obtendría un importante número de votos positivos, incluso una victoria aplastante; ahora bien, las consecuencias de poner en práctica esta decisión soberana supondrían el fin del Estado. El juicio de valor que realiza la masa está muy sesgado por el contexto en que se produce y por su ausencia de preparación para adoptar decisiones complejas.

En situaciones de crisis, como la que hoy vivimos, es aún más peligroso ceder el poder directamente al pueblo, pues éste no actuará siguiendo los dictados de una minuciosa reflexión sino que se dejará llevar por la respuesta más “sentimental”, liderado por quien sepa revolver mejor la conciencia de la masa. Nos volveríamos a encontrar en la Florencia de Savonarola. Las respuestas serían cortoplacistas y en la mayoría de los casos el remedio mucho peor que la enfermedad, pues cuando la economía va mal, salvo que seamos responsables y consecuentes con nuestro futuro, las medidas que se adoptasen irían encaminadas a rehabilitarla cuanto antes (por ejemplo, aumentando la deuda pública) sin tener en cuenta las consecuencias derivadas a largo de plazo de aquéllas para las generaciones posteriores.

Autores como Robert Dahl han defendido la vuelta a una democracia más participativa, gracias a la introducción de las nuevas tecnologías que facilitan el acceso a la toma de decisiones y generan un foro en el que pueden debatirse las políticas a seguir. La visión de unos ciudadanos más involucrados en la gestación de las políticas públicas también se reivindica ahora por los movimientos sociales y por los partidos de nuevo cuño. Sin embargo, estas reivindicaciones chocan contra un problema del que es difícil escapar, el desinterés de los propios ciudadanos por participar activamente en política. Los casos californiano y suizo muestran cómo recurrir excesivamente a la consulta popular acaba desgastando a los ciudadanos y reduce los porcentajes de participación a niveles muy bajos. A ello hay que añadir que ciertas políticas generan mucho más debate (por ejemplo la legalización del matrimonio homosexual) que otras (la aprobación de una Ley Hipotecaria) que desde un punto de vista práctico resultan mucho más importantes que las primeras.

La democracia adolece de un problema fundamental, la ignorancia del ciudadano. Dado el nivel de educación que tiene la sociedad española es difícil que comprenda las ramificaciones que pueda tener una decisión de carácter tributario o en materia energética. Esto lo saben los políticos y por ello las campañas electorales se reducen a frases cortas y sencillas que transmitan ideas generales, sin que se tengan en cuenta los matices, que al fin y al cabo, son los que de verdad conforman las políticas públicas. Si el nivel de nuestros políticos es malo, similar es el nivel de quien los elige.

A pesar de las deficiencias que presenta la democracia, sigue siendo el único sistema posible en el mundo actual. Tanto la monarquía como la aristocracia (ambas entendidas a la manera griega) son inviables, además de no deseables. Sin embargo, es preciso llevar a cabo una profunda transformación. El camino que atravesamos hoy nos acerca peligrosamente a los populismos (el repunte de los partidos de extrema izquierda y extrema derecha dan buena fe de ello), por lo que es necesario potenciar la profesionalización y especialización de nuestros políticos. Sólo conseguiremos superar nuestros problemas si dejamos que los mejores y más preparados nos guíen, dando de lado las respuestas fáciles y populistas que lo único que traen consigo es la turba y el grito sin que aporten mayor solución.

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