La Escultura de sí
Michel Onfray
Errata Naturae
En el libro «La escultura de sí», Onfray nos invita a repensar las cuestiones propias de la ética a partir de una visión diferente, un planteamiento coherente con su visión atea, materialista y hedonista. En este repensar de los problemas éticos, la figura del condotiero cobra especial fuerza. No obstante, el propio Onfray reconoce que no está pensando en la estética propia de los jefes de la guerra mercenarios de la Italia del Renacimiento, sino en otra figura diferente, una figura eminentemente solar, cuya inspiración encuentra en la obra de arte de Verrocchio y en el tratamiento que Andrès Suares le dedica en su libro «Le voyage du Condottiere». Este condotiero no es un saqueador ni un comeniños, como nos dice Onfray, sino una figura solar, hecha a sí misma, marcada por la virtù (y alejada por lo tanto de la «virtud» cristiana), artista, dispendiosa, estética, libidinal, hedonista, libertaria y ética, ante todo ética, pero de una ética distinta.
Quizás una de las palabras que mejor defina la obra de Michel Onfray es la de la obra de un filósofo impertinente, en el sentido de aquel cuya que molesta mediante su palabra o su obra. Es impertinente en el sentido de que la lectura de sus libros resulta molesta, incómoda, y te lleva a cuestionarte ciertos elementos que de otro modo creerías seguro en la comodidad de unas convicciones aprendidas y repetidas.
La ética del condotiero de Onfray es una ética hedonista, basada en la utilidad del placer y el gozo. Es un gozar solipsista, pero ante todo es también un hacer gozar al otro. La ética de este condotiero es, además, una ética sublime, una ética de una estética generalizada, dionisíaca. Pero sobre todo es una ética aristocrática. ¿Qué significa que estamos ante una ética aristocrática? Ante todo una ética basada en afinidades electivas, y no en un falso igualitarismo moral. Onfray lo explica así:
«Entonces, ¿cómo puede funcionar una intersubjetividad atenta a esas líneas de fuerza? Reivindicando una concepción aristocrática de la relación con el otro. Soy consciente de la reprobación que existe hacia esta palabra aun cuando, en todos, cada práctica efectiva se inspira de este principio. ¿Quién no distinguiría al amigo del transeúnte, a la mujer amada o al hijo que nos quiere del anónimo peregrino que vemos pasar por la ventana? ¿Quién considera de igual manera a su enemigo y a su confidente, a su hermano por elección y a un desconocido? Nadie. En la intersubjetividad hay grados y el aristócrata es el que asume esa diferencia, la aplica y vive según su orden. Frente a la ética aristocrática, estructurada por las afinidades electivas, se encuentra la moral igualitarista basada en el amor al prójimo. Del cristianismo al comunismo, se han podido observar sus límites e, incluso, experimentar su imposibilidad. Además de para hacer la vida insoportable, ¿para qué otra cosa sirve el angelismo? Vale más un utilitarismo pragmático susceptible de generar efectos sobre lo real que un andamiaje irónico destinado a no servir para nada.»
La de Onfray es, sin duda, una postura arriesgada. Es la postura de quien se ha definido a sí mismo como un «nietzscheano de izquierdas», y esta obra presenta su teoría ética. Esta ética tiene además su propia geografía, una geografía basada en círculos. Nuestra intersubjetividad se basa, según Onfray, en una serie de círculos concéntricos y con diferentes radios. En el círculo más reducido, ubicamos a aquellas personas que más significan para nosotros (nuestros familiares y amigos más cercanos), y conforme más vamos alejándonos del centro encontramos cada vez relaciones más frías, más distantes, que nos dicen sin duda menos y menos cada vez. Al final, en la periferia (o incluso completamente expulsados de nuestras vidas) se encuentran o deberían encontrar aquellos sujetos que nos resultan abiertamente tóxicos, cuya presencia no nos produce más que malestar y angustia, pues un buen hedonista sabe reconocer el lugar que les corresponde siempre a esos sujetos: el más alejado de nosotros posible.
Una ética no puede ser construida sin una economía que le sea propia. La de Onfray y su condotiero es una economía del gasto, una economía dispendiosa, una economía que reconoce el poder de lo que George Bataille llamaba «la parte maldita». Onfray nos ofrece dos figuras opuestas, dos arquetipos reales de la vida económica. Por un lado tenemos al «dispendioso» del que nos dice que es, entre otras cosas, centrípeto, heraclitiano y nómada. Frente a él, tenemos al «burgués» que viene representado en forma centrífuga, parmenídea y arraigada. Claramente Onfray reconstruye la figura del «burgués» de un modo que nos hace verdaderamente difícil simpatizar con él, mientras que el «dispendioso» como figura magnificente y pródiga intenta trascender su propio tiempo y elevarse hacia la eternidad.
La filosofía de Onfray, desde su ateísmo militante hasta su hedonismo ético, gira siempre alrededor de la óptica materialista y en el plano de la inmanencia. No obstante, su «materialismo» nada tiene que ver con la acumulación de bienes materiales, sino que su economía es, ante todo y por siempre, una economía del gasto. Casi del gasto por el gasto, pero solamente casi, porque el gasto se orienta siempre al fin de ensalzar la persona del pródigo. Es muy interesante reproducir unos párrafos en los que Onfray nos da cuenta de esta su defensa de la prodigalidad:
«La prodigalidad es una virtud de artista. Me fascina tanto como la avaricia y el ahorro me disgustan. Por lo demás, podríamos definir al burgués como el ser radicalmente incapaz de gastar, sin que el arrepentimiento le destruya o el remordimiento le carcoma. La contricción le abate en cuanto se separa de sus ducados, y no conoce otra manera de redimirse que volviendo una y otra vez al trabajo. Acumula, dice, atesorar, tener y poseer: no se cansa de amontonar, confeccionar tesoros, y calcular dividendos y beneficios. Tiene alma de contable, por la noche sueña con cuadernos de cuentas y alcancías, con carteras de acciones y riquezas que dan beneficios.
La parábola de los talentos no me produce más que desprecio y el hijo pródigo me gusta sobre todo mientras dilapida. El usurero, el banquero, el gerente y el economista son figuras envaradas de la burguesía, que se define por lo que tiene -pues no es más que lo que posee-. Pero resulta que vivimos en una época esencialmente dominada por esa gente. Deseo para esa calaña una geografía semejante a los lugares utópicos de Tomás Moro en la que el oro serviría para fabricar orinales o cadenas para sujetar a los esclavos. ¿No triunfó Lenin anunciando que la revolución bolchevique habría alcanzado la victoria el día en que, cubriendo ya el conjunto del planeta, permitiera, según sus deseos, construir urinarios públicos de oro en las calles de las ciudades más grandes del mundo?
Ha llegado la hora del triunfo, presentido por Baudelaire, del dinero de los burgueses sobre la imaginación de los poetas. Con el amante de los paraísos artificiales, abucheemos a la época que permite que los ricos se sirvan poeta asado en cada una de sus comidas. Pero no es razón para que sacrifiquemos los mañanas que cantan y las revoluciones a favor de futuros radiantes por los viejos tiempos. Lejos de los deseos de apocalipsis que se hacen realidad, contentémonos con admirar las figuras del gasto, aquellas que disfrutan practicando la ética dispendiosa, aquellas que encuentran, en sus ascensos, al hijo pródigo cuando aún no se ha arrepentido.»
El libro, «La escultura de sí», en sus 221 páginas, se divide en una estructura curiosa. Entre una «Apertura» y una «Coda» que hacen las veces de prólogo y epílogo (al final hablaremos un poco de ellos), la obra se divide en cuatro partes: «Ética. Retrato del virtuoso como Condotiero»; «Estética. Pequeña teoría de la escultura de sí»; «Económica. Principios para una ética dispendiosa»; y «Patética. Geografía de los círculos éticos». Cada una de estas cuatro partes, está a su vez dividida en tres secciones que hacen las veces de capítulos. A todo ello se añade un apéndice, formado por conceptos que nos permiten acercarnos a una serie de bibliografía complementaria por la que el autor se ha inspirado. Esto es especialmente importante, ya que a lo largo de las páginas no existe ni una sola nota a pie de página o un listado de bibliografía sistemático y ordenado, dos rasgos a los que la obra de Onfray ya nos tiene acostumbrados para todos los que hemos leído varios de sus libros.
El objetivo del libro es servir de inspiración a la reflexión filosófica. No tanto decirnos qué pensar, sino darnos pautas para guiar el proceso de aprendizaje y reflexión. Con una prosa impactante y una tesis atrevida, quizás la mejor síntesis del objeto de la obra sea el que los propios encargados de la edición (en Errata Naturae) nos presentan: «Un verdadero manual para la cotidianidad, para la construcción o la escultura de uno mismo y para la búsqueda de la felicidad en el ámbito individual y social. ¿Un libro de autoayuda? Radicalmente no: si lo comparamos con esos libros que se apelmazan en los anaqueles de las librerías bajo esta designación; radicalmente sí: si entendemos la filosofía, al igual que lo hicieron los antiguos griegos y romanos, como una ayuda imprescindible para construir la propia libertad en el contexto de una existencia plena».
Por último, no debo terminar la reseña de este original libro sin hacer referencia a algo que también se ha convertido en una constante en la obra de Onfray: el uso de la experiencia personal como fuente para la filosofía. Onfray es un autor que reconoce la necesidad de hablar desde la propia experiencia, reconoce como la propia existencia es el material más sólido desde el que se hace la filosofía. Es por lo tanto muy frecuente encontrar en sus libros pasajes dedicados a contar una experiencia personal, un dato biográfico, una vivencia, sobre la que después construye toda la filosofía de su libro. En el caso de La escultura de sí ese dato, esa vivencia, esa experiencia es un viaje y se encuentra recogido tanto en la «Apertura» como en la «Coda». O para ser más exactos, dos viajes: primero aquél que le inspiró, y finalmente aquél que le sirvió para recordar mientras trabajaba en la idea del libro. Esos viajes tienen un sentido y un destino: visitar los espacios que inspiraron a Nietzsche para escribir su libro «Así habló Zaratustra» y encontrar la figura ética que moviese el libro, el Condotiero.
Una obra provocadora e impertinente, pero que sin duda gustará a todo aquel que tenga interés por una voz diferente. Una voz que dice cosas distintas, dirigida a cualquier persona que desee escucharla. Con 55 años y una treintena de libros a sus espaldas, Onfray todavía puede ofrecernos muchos grandes momentos sumergidos entre sus páginas de hedonismo libertario.
Michel Onfray (Argentan, 1959) es Doctor en Filosofía y fundador de la Université populaire de Caen. Ha publicado una treintena de obras traducidas a más de quince lenguas y su pensamiento, fundamentado en una recuperación crítica de los márgenes hedonistas, materialistas y radicalmente ateos de la historia de la filosofía, se ha convertido en un discurso referencial de nuestra época. Entre sus últimas obras publicadas en castellano cabe destacar los cuatro volúmenes de su Contrahistoria de la Filosofía, así como Freud. El crepúsculo de un ídolo; Política del rebelde. Tratado de la resistencia y la insumisión; Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar o Fisiología de Georges Palante.
*Publicada por Errata Naturae, octubre 2014.