Hace unos días leía la obra de John H. Elliot, La rebelión de los catalanes. Un estudio sobre la decadencia de España (1598-1640), en la que el historiador inglés analiza la crisis política que afectó a España durante gran parte del siglo XVII y utiliza la revuelta catalana como hilo argumental y como ejemplo paradigmático del fracaso de la política ideada por el Conde-Duque de Olivares. Más allá del rigor y la calidad de su investigación (es un libro excepcional), Elliot hace especial incidencia en la objetividad de su trabajo y añade al final del prólogo a la segunda edición las reflexiones que ahora transcribo: “Ahora bien, un libro de historia no es una guía para el futuro. Como mucho puede identificar y analizar los logros y los fallos de previas generaciones, y señalar los nuevos senderos que por una u otra razón no fueron tomados. El pasado, bien estudiado, es capaz de iluminar el presente, como igualmente, el presente, al dirigir la atención a aspectos de la historia que tal vez habían sido pasados por alto, es capaz de iluminar el pasado. Sin embargo, esto no da ninguna licencia a los historiadores para imponer la agenda de su propia época sobre la del pasado, ni para suponer que previas generaciones compartían sus ideas y veían el mundo de la misma manera que ellos” (la negrita es mía).
Comentarios como éste no deberían aparecer de forma explícita en una obra histórica, pues se sobreentiende que han de estar presentes en todo el trabajo del historiador ¿Qué ha sucedido, por tanto, para que figuras de la talla de John H. Elliot tengan que recordarnos cuál es la finalidad de los libros de historia? La respuesta no es sencilla y tiene mucho que ver con la intromisión de la política en la creación del debate histórico y con la forma, interesada, de tergiversar el pasado para adecuarlo a las circunstancias del presente.
La historia siempre ha sido un instrumento eficaz para la legitimación del poder (según Max Weber la primera de las formas de legitimidad del poder era precisamente la tradicional, basada en la fuerza del pasado) y la descrita en absoluto constituye una práctica novedosa del siglo XX. Desde hace cientos de años los dirigentes han sabido apropiarse de los símbolos y figuras de sus predecesores para impulsar y realzar su propio poder. Faraones, reyes, emperadores, naciones y ciudades acudían a sus antepasados o a mitos de una época anterior para ensalzar las virtudes y las costumbres con las que querían afianzar sus propios programas. De hecho los grandes historiadores escribían preferentemente sobre historia contemporánea (Tucídides o Tácito) o al menos sobre historia reciente, mientras que quienes se adentraban en tiempos más lejanos acababan por mezclar lo fantástico y lo real (Herodoto o Tito Livio, por ejemplo).
Habrá que esperar al siglo XVIII para que la historia recobre cierta independencia y se convierta en una disciplina ajena (al menos así lo intentaron los autores de esa época) a las injerencias del poder político. Los ilustrados acudieron a la razón como único instrumento para construir sus obras y si bien es cierto que a sus trabajos pudiera faltarles algo de objetividad, en cuanto estaban orientados al propósito de instruir a la humanidad –para lo cual resaltaban ciertos hechos por encima de otros-, también lo es que llevaron a cabo una importante labor de investigación (lógicamente limitada a los conocimientos de la época) y un encomiable contraste de las fuentes, apoyados por su gran erudición. De ahí que los mejores historiadores de ese siglo (Voltaire, Gibbon, Herder, Condorcet y, en menor medida, Vico) escribieran obras rigurosas que dejaron de lado la apología y la legitimación del poder.
Hoy tenemos un sector de la historiografía y numerosos pseudo-historiadores que intentan apoyarse en interpretaciones sesgadas del pasado para justificar tesis que difícilmente podrían sostenerse sin ellas. El ejemplo de Cataluña es el más evidente, aunque no el único. Hay que recordar que el uso partidista de la historia no es exclusivo de un “bando”, sino que viene siendo utilizado por todos. Unos y otros pueden retorcer los hechos para adecuarlos a sus intereses, porque la ausencia de datos completamente fiables así lo permite, e interpretarlos a su antojo, más aún si se dirigen un lector ignorante dispuesto (y predispuesto) a creer todo aquello que le dicen. Así está sucediendo en la actualidad.
Cada vez resulta más habitual ver a supuestos “expertos” que dan su versión de la historia, por muy descabellada que sea. Desgraciadamente los verdaderos profesionales tienen difícil encontrar un hueco en un mercado editorial abarrotado, pues las investigaciones concienzudas requieren esfuerzo y dedicación, además de una edición costosa y generalmente poco atractiva, dado el volumen de información que exponen. Para lanzar un best-seller histórico es mucho más sencillo (y efectivo) esbozar cuatro opiniones preconcebidas, rodearlas con un aura de intelectualismo y darles publicidad de modo agresivo. Por no hablar de la infinidad de blogs o páginas de historia que contienen opiniones sin control alguno y cuyas fuentes o no aparecen o directamente carecen de fundamento.
Este fenómeno acaba por influir en la sociedad que, ante la ausencia de referentes claros, adopta acríticamente los planteamientos publicados, cualquiera que sea su valor. La Guerra Civil, la Guerra de Sucesión, la Segunda República o la revuelta catalana de 1640, sólo por citar algunos de los sucesos más controvertidos y estudiados de los últimos años en el ámbito historiográfico, han acabado por convertirse en una lucha entre facciones que buscan imponer su visión dejando de lado, si es necesario, la realidad de los hechos. El resultado, funesto, es que hoy cualquier obra histórica acaba normalmente catalogada en una u otra de aquellas facciones, por muy cuidadoso que haya sido su autor en guardar la debida objetividad. Se igualan de este modo, injustamente, los trabajos de investigación serios con aquellos más próximos al panfleto o a la propaganda interesada.
La historia como excusa de las reivindicaciones políticas corre el riesgo de hacernos perder la perspectiva de las verdaderas causas (y las futuras consecuencias) que hay detrás de aquéllas. Las reclamaciones basadas en pretextos históricos no suelen tener mucho sentido, a menos que escondan otros objetivos y que a través de la historia busquen apelar a los sentimientos de la sociedad, mucho más maleable cuando defiende causas irracionales. Es prácticamente imposible extrapolar las circunstancias que concurrieron hace cientos de años para asimilarlas a las que se dan hoy, muy distintas y sin puntos válidos de comparación. Lo preocupante de esa actitud es que requiere una cohorte de intelectuales o personas con cierto prestigio que la avalen, pues de lo contrario sería una simple perogrullada sin ninguna repercusión: al igual que sucedió con la Alemania nazi o con la Rusia soviética, todavía hay mentes brillantes que sucumben y se dejan arrastrar por los cantos de sirena.
Cuando historiadores de cierto renombre justifican planteamientos historicistas en obras que estiran la realidad para adecuarla a sus intereses crean un escenario peligroso en el que la verdad (o al menos el intento por alcanzarla) resulta preocupantemente ignorada o apartada. El historiador, como defendía Elliot, no debe dejarse arrastrar por esta tendencia ni utilizar su profesión para refrendarla, pues su misión es otra. Así lo expresaba Ibn Jaldún ya en el siglo XIV: “[…] contemplada desde su interior, la Historia adquiere otro sentido que consiste en meditar, en esforzarse por encontrar la verdad, en explicar con precisión las causas y los orígenes de los acontecimientos, y en conocer a fondo el porqué y el cómo de las cosas”.
El estudio de la historia es útil para comprender el presente y sacar conclusiones para el futuro, como ya intuyeron los historiadores griegos hace más de dos mil años. El eje rector de la historiografía no admite, sin embargo, la utilización de la historia como excusa o pretexto para justificar las políticas del presente. La historia es una disciplina que, aun teniendo una fuerte carga subjetiva (¿cuál no la tiene?), debe buscar en todo momento la verdad, basada en unos principios firmes y en unos métodos de trabajo que impidan injerencias externas. Las pretensiones políticas fundadas en supuestos argumentos históricos deben ser combatidas (o ignoradas, llegado el caso) por los historiadores serios que hagan gala de una firme convicción y de la suficiente independencia para rechazar proclamas vacías mediante el rigor en sus análisis y en sus investigaciones.