La monarquía de Shakespeare

La monarquía de Shakespeare

A lo largo de sus siete temporadas, la serie “The West Wing” nos fue dejando momentos inolvidables para la historia de la televisión; momentos en los que las realidades del mundo político de Washington eran mostradas a una audiencia relativamente amplia sin que ello supusiese deterioro en la calidad de los capítulos o en la profundidad de diálogos y líneas argumentales.

De entre todos aquellos momentos quiero recordar uno que, por su brevedad y enfoque, pudo pasar un tanto desapercibido. Se sitúa en un capítulo de la primera temporada, cuando la Casa Blanca se enfrenta con la posibilidad de indultar a un condenado cuya apelación ha sido denegada por el Tribunal Supremo. El tema principal del episodio es una reflexión sobre la pena de muerte y la independencia judicial, pero la última escena es digna de mención. El Presidente Bartlet –magistral Martin Sheen- recibe al sacerdote de la parroquia que frecuentaba en su juventud; una vez que llega, el viejo párroco pregunta al atribulado presidente cómo dirigirse a él, si por el sobrenombre familiar de Jed o, dado su actual cargo, por el ya conocido Mr. President. Y es en la respuesta donde radica la genialidad de los guiones de Aaron Sorkin: Bartlet le contesta que prefiere que le llame Mr. President, no por un impulso narcisista, sino porque ante determinados problemas es más fácil tomar decisiones cuando se piensa en el cargo que uno ocupa y no en la persona que uno es.

Para quienes somos republicanos por convicción ideológica o por filosofía jurídica, la institución de la monarquía siempre nos ha supuesto un reto intelectual. Una posición política de esta clase necesariamente implica el conocimiento de la figura contrapuesta y, por tanto, el esfuerzo por entender sus implicaciones morales, históricas, y de otro orden. En nuestro país, por desgracia, la rama del republicanismo que más atención periodística recibe suele ser la sectaria y a veces la analfabeta. El rechazo a la monarquía parece derivar de un rechazo a todo aquello que representa; rechazo que para algunos proviene de una mera antipatía sentimentaloide sin ninguna profundidad teórica. Basados en unos vetustos anhelos de bolchevismos denostados, son los mismos que siguen dándole al “¡no pasarán!” por décadas sin fin. Así no vamos a ninguna parte.

Si uno quiere ser republicano de verdad, necesita conocer la monarquía. Y esto se consigue, entre otras vías, mediante la lectura de uno de los grandes de verdad, William Shakespeare. En las 35 obras que componen su corpus teatral se halla contenida una de las más hondas reflexiones en torno a la institución de la monarquía realizadas hasta la fecha. Supera a los incontables e indigestos manuales de teoría política que proliferan en las universidades occidentales y a los discursos parlamentarios europeos de los siglos XIX y XX. En ellas podemos encontrar, de manera más o menos oculta, reflexiones en torno a la figura y posición del rey, como las de Calpurnia en “Julio César”: “when beggars die, there are no comets seen/ the heavens themselves blaze forth the death of Princes”.

Para facilitar el análisis, podríamos concentrar los postulados monárquicos de Shakespeare en dos conjuntos distintos. En el primero se incluirían las obras que componen la Henriada como modelo de su filosofía política, mientras que el segundo, compuesto por los dramas mayores, recogería las tesis de filosofía moral. La Henriada (o Tetralogía Lancaster) la forman “Ricardo II”, la primera y segunda parte de “Enrique IV” y el sublime “Enrique V”. Los dramas mayores en este caso serían “Hamlet”, “Macbeth”, “Otelo” y “el Rey Lear”.

En “Ricardo II” Shakespeare plantea el problema central de la dicotomía persona/institución que años después imitarían autores como Calderón de la Barca o Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Un monarca afectado y dubitativo se ve abocado a una revolución provocada por sus propios excesos. La acción va sucediéndose de manera pausada entre un mar de reflexiones sobre la figura del rey: “for within the hollow crown/ that round the mortal temples of a king/ keep Death his court”. La Corona se transforma en una entidad separada de su ocupante cuando los defectos del regente quedan en una mera anécdota ante la inmanencia del Reino. Y la nación se reconoce como propia a la luz del maravilloso discurso patriótico de Juan de Gante.

Las dos partes de “Enrique IV” retoman esta línea argumental, si bien ahora el enfoque se dirige al problema sucesorio. La duda desdibuja la idoneidad del Príncipe Hal como futuro monarca a las puertas de la muerte de su padre, el usurpador Bolingbroke. Acompañados por las inimitables reflexiones de Falstaff – estandarte de los personajes más enigmáticos, pendencieros y queridos de Shakespeare- asistimos a la evolución del príncipe, que pasa de holgazanear en tabernas de mala muerte a plegarse a la razón de Estado y correspondiente abandono de su disoluta figura tutelar. Al fin y al cabo él aprendió el “uneasy lies the head that wears the crown” de manos de su padre.

La Henriada tiene su apoteosis final en “Enrique V”, donde el joven rey, instantes antes de la batalla de Agincourt, plasma su condición de primus inter pares en el inmortal discurso del día de San Crispín: “And Crispin Crispian shall ne’er go by / From this day to the ending of the world,/ But we in it shall be remembered- /We few, we happy few, we band of brothers; For he to-day that sheds his blood with me /Shall be my brother, be he ne’er so vile,/This day shall gentle his condition”.

De los dramas mayores de Shakespeare y su relación con las instituciones políticas se han escrito bastantes tratados y no pretendo aquí hacer una nueva interpretación. Me interesa, sin embargo, la faceta psicológica de la monarquía que en ellos se descubre. El teatro shakesperiano era ante todo un teatro destinado a las clases pudientes de la Inglaterra isabelina, de lo que dan prueba los escasos personajes que conforman el muestrario de lo popular, obligados a soportar el peso cómico de la obra y, como consecuencia, a ciertos grados de absurdidad. La nobleza –en su sentido más amplio-, los monarcas y los regentes caminan a sus anchas tanto en las tragedias como en las comedias, y también en los géneros intermedios de obras históricas u otras inclasificables como el caso de “la Tempestad”. “Nadie fue tantos hombres como aquel hombre” decía el maestro Borges.

El famoso “to be or not to be” del procrastinador Hamlet es una máxima universal que se extiende a toda la condición humana como imagen de duda paralizante, del carácter dubitativo de la persona que se debate entre los males y bienes confusos de la vida.

Macbeth y su maquiavélica esposa nos enseñaron ya hace siglo la equivocación de los postulados nihilistas del superhombre nietszchiano. Como dice el doctor: “unnatural deeds do breed unnatural troubles”. Afirmación que se entiende como validación teatral de la moral personal. El conocimiento del médico le hace sabedor que ni el más tirano de los monarcas escapa a las consecuencias personales del pecado. Es una formulación análoga al malgastado “karma”, tan en boga en ciertos círculos sociales

La relación de Otelo y Yago es la relación del monarca con su corte. Si bien es cierto que la condición del primero no es la del monarca tradicional, su figura se asemeja lo suficiente para sacar de ella varios ejemplos vitales. Yago, conspirador de conspiradores, está decidido hacer caer a su señor atacándole donde sabe que quizá es más vulnerable: en su vida matrimonial. Otelo y Desdémona –amor el suyo ensalzado por Verdi en el aria “Giá nella notte densa”- son destruidos por la insidia de un cortesano y la desconfianza y los celos irracionales del marido.

El Rey Lear, quizá la pieza más psicológica de todo el teatro inglés anterior al siglo XIX, es un estudio pormenorizado de los lazos de unión de un padre con sus hijas; de cómo la ambición todo lo corroe hasta dejar al que dio su alma por la familia entre los harapos de la locura. Lear ama de una manera desmedida, “more than eyesight, space or liberty”, y con la misma fuerza es traicionado. Su reino se desmorona bajo los auspicios de las riendas que manejan sus descendientes; fenómeno que se sigue repitiendo varios siglos después entre mesas de juzgados y discusiones con los técnicos de Hacienda.

Shakespeare nos mostró cómo monarca y monarquía son dos cosas totalmente diferentes. La persona y el personaje no tienen por qué ir de la mano, es más no suelen hacerlo, lección que los republicanos haríamos bien en no olvidar. La monarquía de Shakespeare es una institución divina ocupada por hombres, hombres que sienten y padecen como el resto. Quién sabe qué hubiese sido el Bardo de vivir en nuestros días, tal vez un guionista de la HBO o un escritor de discursos a lo Toby Ziegler. Sea lo que fuere, aquí sí me creo la advertencia de T.S Eliot: “lo más que podemos esperar es equivocarnos sobre Shakespeare de una manera nueva”.

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