La lucidez implacable

La lucidez implacable

Cada generación necesita al menos alguna mente lúcida, y con este calificativo querría significar un rasgo de la inteligencia que va más allá de la “claridad en el razonamiento, en las expresiones, en el estilo”, tal como lo define el Diccionario de la Academia. La lucidez de la que hablo implica claridad, sin duda, pero también penetración, perspicacia y, sobre todo, la “facultad […] de percibir cosas lejanas o no perceptibles por el ojo”: esta es precisamente la tercera de las acepciones asignadas al término “clarividencia” según el mismo Diccionario. Con la particularidad, a la vez sorprendente y preocupante, de que la Academia incluye aquella facultad –en el último de sus significados- entre las “paranormales”.

Cuando la clarividencia se refiere no ya a los fenómenos físicos sino a los estrictamente humanos se convierte en un don escaso. La mayoría de nosotros llegamos, con dificultades, a tener en nuestra vida algunos –más bien pocos- “intervalos lúcidos”, por emplear la antigua expresión jurídica, durante los cuales gozamos de una relativa claridad mental en medio de la habitual oscuridad de nuestra existencia. Y pasamos por la vida sin percibir lo que está más allá de nuestro conocimiento inmediato, contemplando árboles sin llegar a vislumbrar el bosque.

Cayo Cornelio Tácito es, por el contrario, uno de los ejemplos más señeros de lucidez, de clarividencia, que la historia nos ha deparado. Afortunadamente su ejemplo ha sido continuado a lo largo de los siglos y nunca han faltado quienes, a pesar de las circunstancias adversas, han tenido la inteligencia y el valor de alzarse para decir que el emperador no sólo iba desnudo sino que era un indeseable mentiroso. En las páginas de www.metahistoria.com se reseñaban hace poco, sin ir más lejos, dos obras de denuncia arriesgada (la del político checo Vaclav Havel El poder de los sin poder y la del escritor ruso Boris Yampolski Asistencia obligada) escritas ante el ambiente opresivo, irrespirable, de los totalitarismos que a cada uno de ellos les tocó vivir.

Tácito, a finales del siglo I d.C, supo reflejar aquellas dos cualidades en unos escritos lapidarios, tallados en buen mármol, con los que aparentemente pretendía reflejar la historia de Roma pero en realidad transmitía a la posteridad sus propios juicios sobre la naturaleza humana. Lo hacía, además, poniendo de manifiesto otra cualidad añadida, tampoco excesivamente común entre los autores de su época, la implacabilidad. Se resistió siempre a suavizar, amansar o mitigar la expresión de su pensamiento, y aun éste, sin caer por ello en la tentación de la misantropía.

Sus frases eran implacables cuando describía lo que consideraba digno de censura: el relato del reinado de Tiberio que hace en los Anales, por ejemplo, llega a tal grado de dureza que, muchos siglos después (en 1594) la publicación de la que podría haber sido la primera traducción de Tácito al español (la realizada, desde la cárcel en la que permaneció diez años, por Baltasar Álamos de Barrientos, él mismo daño colateral de la huída a París del secretario real Antonio Pérez) no fue autorizada, temeroso Felipe II de que su autor sugiriera –o alguno de sus súbditos atisbara- un cierto paralelismo entre Tiberio y el propio rey.

La lucidez implacable de Tácito, fruto de su conocimiento de la naturaleza humana y de la inmutabilidad de sus defectos (“otros son los hombres, pero no las costumbres”) no le excluía a él mismo. Y esto es particularmente destacable hoy, cuando casi ninguno de nosotros parece dispuesto a reconocer ante sí mismo sus propias culpas y menos a confesarlas. Culpas y reproches que preferimos transferir al resto de nuestros conciudadanos, o a una parte de ellos, o la sociedad en general a la que consideramos, a la vez, culpable de todo y compuesta de personas exentas de toda culpabilidad.

Hay unas frases de Tácito en la biografía de Julio Agrícola (su suegro, conquistador de la Escocia entonces llamada Caledonia) que muestran esa capacidad de autocrítica inmisericorde. Cuando se refiere a los tiempos finales del reinado de Domiciano, en el que tuvieron lugar las ejecuciones selectivas que el emperador ordenó frente a los “disidentes”, Tácito habla en primera persona del plural para reprochar su propia conducta durante aquel régimen de terror: “Si los viejos tiempos conocieron los extremos de la libertad, nosotros los del servilismo […] Hasta la memoria hubiésemos perdido, además de la voz, de haber tenido para olvidar la misma capacidad que tuvimos para callar”.

No tiene inconveniente nuestro autor en reconocer que durante aquellos duros quince años de represión de Domiciano (en los que “muchos murieron por causas fortuitas, pero los más comprometidos, víctimas de la crueldad del Príncipe”) sólo unos pocos, entre los que se encontraba él mismo, “hemos sobrevivido, por así decirlo, no a los demás sino a nosotros mismos”. Pocas veces en la historia alguien ha dado un testimonio tan implacable de claridad para reconocer que su silencio o su pasividad durante los tiempos difíciles le habían permitido mantenerse vivo a costas de perder lo mejor de sí mismo.

La lucidez mental de Tácito, paralela a su insobornable dureza, se aplicaba a propios y extraños. Son innumerables, y bien conocidas, las críticas reflejadas en los Anales o en Historias sobre los personajes de la Roma, sus emperadores y el propio Senado, por no hablar de la plebe, a todos los cuales sometía a disección despiadada, y no es cuestión ahora de recordarlas.

Menos divulgadas son sin embargo otras, expuestas en las dos memorables obras menores (cada una de ellas no va más allá de cuarenta páginas) Germania o la Vida de Julio Agrícola, sobre la conducta de los pueblos conquistados. Por ejemplo, cuando se refiere a las tribus germanas, a menudo enfrentadas unas con otras, afirma Tácito (en palabras de una traducción clásica): “Plegue a los dioses, si estas gentes no nos han de amar, que haya entre ellos siempre grandes aborrecimientos; pues que declinando los hados del imperio, ninguna cosa mayor nos puede dar la fortuna que discordias entre los enemigos”.

No menos ácido fue su juicio sobre la conducta de los británicos sojuzgados que, tras la conquista, accedían a su “integración” –el término hoy de moda- en las estructuras intelectuales y sociales de los conquistadores, de modo que “quienes hasta hace poco rechazaban la lengua de Roma suspiraban por dominarla”. Paulatinamente, afirmaba Tácito, “los británicos cedieron a la seducción de los vicios: tiendas, termas y fiestas elegantes. Y aquellos incautos llamaban civilización [humanitas] a lo que no era sino parte de su esclavitud”.

En la introducción a una de las ediciones españolas de las Historias de Tácito, Juan Luis Conde trae a colación una doble cita. La primera es el pasaje de las Mémories 1807-1815 escritas por Talleyrand en el que éste narra el encuentro y conversación de Napoleón con Goethe, en la Weimar de 1808. Napoleón fustiga ante el escritor alemán a “ese historiador que ustedes citan siempre, Tácito”, afirmando que nunca le ha enseñado nada y que sus Anales son en realidad un memorial de agravios. La segunda cita es el pasaje de los Aforismos de Lichtemberg, editados pocos años antes (entre 1800 y 1806), en el que el físico alemán describe cómo con la edad del lector varía su opinión acerca de Tácito hasta que al llegar a los cuarenta “tal vez diga que Tácito es uno de los escritores más grandes que jamás han existido”.

Esta doble y ambivalente percepción de Tácito ha sido una constante en el devenir de los siglos, desde que sus obras fueron sacadas de la oscuridad por Iustus Lipsius para escribir en Lovaina sus Politicorum sive Civilis doctrinae libri sex (1589). El “descubrimiento” de Tácito por las mejores cabezas del siglo XVI, entre ellas Montaigne y el propio Lipsius (sospitator Taciti, el salvador de Tácito, para sus contemporáneos), supuso, dada la fama y el prestigio del humanista flamenco, el nacimiento de un nuevo modo de entender la política (el tacitismo) particularmente fructífero en obras y comentarios durante el siglo XVII, con especial incidencia en España y en Italia. Desde entonces todos nos hemos visto obligados a volver la mirada al historiador romano para comprendernos mejor a nosotros mismos.

Ojalá tuviéramos hoy algún Tácito que nos describiera, con la lucidez implacable que poseía, cómo somos y por qué hemos llegado hasta aquí. No sería demasiado difícil para él, sin duda. Unas líneas antes destacaba que para Tácito las conductas humanas se someten, por lo general, a pautas invariables. Sus palabras del capítulo 96 del libro II de Historias (magis alii homines quam alii mores) fueron glosadas por Álamos de Barrientos en una obra de 1614 (“Aforismos al Tácito Español”) en que acompañaba con sus máximas a la traducción de la obra del historiador romano. Baltasar Álamos lo expresaba en estos términos: “En todos los siglos que van corriendo se veen otros hombres, pero no otras costumbres; que éstas siempre son unas mismas, aunque se varíen los rostros y apellidos de los hombres, y casi de una misma suerte proceden todos”.

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