Una de las últimas ocurrencias de nuestra clase política es la de abordar con urgencia la reforma de las Administraciones Públicas. Si bien se trata de un tema muy manido en círculos académicos y que recurrentemente ha aparecido como compromiso en los Planes Nacionales de Reforma que España envía a la Comisión Europea, no ha sido hasta ahora, 4 años desde el inicio de la crisis, cuando resulta ser prioritario y urgente. Es decir, ha sido necesario que se produjera un rescate nacional del Estado y el rescate de 9 CCAA en quiebra técnica mediante solicitud de ayuda al FLA para que la reforma de las AAPP sea prioritaria.
Este planteamiento tardío e improvisado de la reforma de las AAPP, sin una estrategia ni un objetivo claro, contradice la teoría de Kingdon de la “ventana de oportunidad”. Según este autor, para que un asunto sea introducido en la agenda política como problema a resolver, es necesario que coincidan en el tiempo 3 corrientes que abren la ventana de la agenda política: 1. la corriente de problemas, es decir, que el tema sea percibido como un problema por la opinión pública; 2. la corriente política, que está relacionada con cambios en la esfera política (sucesión de líderes, vuelco electoral…); y finalmente 3. la corriente de alternativas, que consiste en que se hayan formulado alternativas realistas para resolver el problema. Si dichas corrientes coindicen, el asunto en cuestión tiene muchas probabilidades de ser incluido en la agenda del Gobierno. Pues bien, en nuestro caso, es evidente que las 3 corrientes se dan con fuerza desde, al menos, el inicio de la crisis económica. Y es meridiano también que soplan con tanta fuerza (y muy especialmente la corriente de problemas en la sociedad) que han dejado de ser meras corrientes para convertirse en auténticos vientos huracanados que amenazan con llevarse la susodicha ventana de oportunidad por delante, y con ella toda la casa.
Sin embargo, no ha sido hasta ahora cuando tímidamente se empieza a abrir la ventana de la oportunidad. Así, el Consejo de Ministros ha decidido crear una Comisión para la reforma de las AAPP que debe presentar propuestas concretas antes de julio 2012. Pero, ¿realmente tiene sentido abordar la reforma de las AAPP a través de una comisión especial? Y por otro lado, ¿es lógico que se aborde este problema sin que previamente nos hayamos puesto de acuerdo de una vez por todas en el modelo de Estado? Pues evidentemente que no. Hablar ahora de reforma de las AAPP es como hablar de obras de conservación en un edificio que requiere urgentemente una gran obra de rehabilitación y saneamiento integral. Y es que los problemas que afectan a las distintas AAPP son sistémicos, no coyunturales.
Así por ejemplo, la grave situación que atraviesan miles de ayuntamientos en toda España se debe en cierta medida al desplome de sus ingresos tributarios, ya que éstos dependen extraordinariamente de los ingresos inmobiliarios. De los 5 tipos de impuestos con los que la Ley de Haciendas Locales les dota, 3 (IBI, Impuesto sobre Construcciones, Instalaciones y Obras y el Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana) están directamente relacionados con la actividad inmobiliaria. Sistema fiscal que además ha contribuido a generar la burbuja inmobiliaria. Pero más allá de este problema coyuntural, el problema de fondo de los municipios es triple: son demasiados (8.115), son demasiado pequeños (el 85% tienen menos de 5.000 habitantes) y no tienen definidas sus competencias. Esto último se debe en parte a la propia Constitución, que únicamente garantiza la ‘autonomía local’, pero que no enumera sus competencias como sí hace en el caso de las CCAA. Y esta debilidad institucional e insuficiencia financiera de los municipios está llevando progresivamente a que las CCAA interioricen el régimen local. Un claro ejemplo de este fenómeno lo encontramos en el artículo 2.3. del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, artículo que sorprendentemente no fue impugnado por los recurrentes ante el TC, y que dice así: “Los municipios, las veguerías, las comarcas y los demás entes locales que las leyes determinen, también integran el sistema institucional de la Generalitat, como entes en los que ésta se organiza territorialmente, sin perjuicio de su autonomía.”
Sin embargo, los municipios, a diferencia de las Diputaciones Provinciales, tienen asegurada su existencia (aunque se lleve a cabo su transformación radical), ya que el nivel municipal es necesario por pura lógica. El caso de las Diputaciones Provinciales en cambio es más grave y me atrevería a decir que su pronóstico clínico es infausto. Idealmente, la existencia de las Diputaciones viene determinada por un noble fin, que no es otro que asegurar la prestación integral y adecuada en la totalidad del territorio provincial de los servicios de competencia municipal. En el plano de la realidad, sin embargo, el mayor mérito de las Diputaciones Provinciales ha sido el de servir de refugio a miles de paniaguados a modo de agencias de empleo. Son, por lo demás, un sumidero de corrupción, pequeños reinos de taifas en los que su Presidente hace y deshace a su antojo. En definitivo, estamos ante un nivel administrativo que, salvo la coordinación de obras y servicios municipales, hoy en día ya no tiene ninguna justificación, máxime cuando todo el territorio se ha articulado en CCAA.
Pero son éstas, las CCAA, la clave de bóveda de la necesaria transformación del Estado. Y en este nivel territorial es necesario distinguir también los defectos de fábrica de los problemas transitorios. Ciertamente, estamos ante unos entes viciados de origen, cuyos vicios se encuentran en la propia CE. Podemos decir que la decisión más importante de la CE 1978 desde el punto de vista territorial fue, precisamente, una no decisión respecto de la organización política y administrativa a nivel regional. En primer lugar, la CE no estructura el Estado en CCAA, sino que tan sólo permite esa posibilidad (y también la contraria) y establece el procedimiento para ello. En segundo lugar, la CE no configura un eventual mapa autonómico al no enunciar las CCAA posibles. Y finalmente, la CE tampoco dice qué competencias le corresponden a las CCA, sino que deja esa función fundamentalmente a los Estatutos de Autonomía, que serán los que atribuyan las competencias correspondientes dentro del marco del art. 149 CE ( el llamado principio dispositivo). Ante tanta indefinición, no es de extrañar que Rubio Llorente dijese que el Título VIII “no es sistema, sino historia”.
Otro aspecto relevante es que la CE, a diferencia del Estado integral de la II República, no da un tratamiento preferente a las regiones que históricamente habían protagonizado la cuestión territorial (aunque sí facilita su constitución en Comunidad Autónoma y que alcancen el techo competencial de forma inmediata). Como todos sabemos, finalmente, todo el territorio nacional se organizó en CCAA y todas han asumido prácticamente las mismas competencias, aunque no tuviesen ninguna entidad histórica. Y he aquí una de las principales disfuncionalidades: dado que ‘el café para todos’ equiparó a las comunidades históricas con las demás, éstas han intentado siempre distinguirse de alguna forma, sobre todo mediante la asunción de más competencias. Sin embargo, las restantes CCAA, como no querían ser de segunda categoría, acababan asimilando su nivel competencial a las históricas con cada oleada de reformas estatutarias. Y así sucesivamente, de tal forma que se ha producido un círculo vicioso centrífugo, en el que se ha perdido por completo toda perspectiva. El problema por tanto no es la descentralización en sí, sino el hecho de que País Vasco, Cataluña y, en menor medida Galicia, no han encontrado acomodo en el Estado de las Autonomías por su propia tendencia a diferenciarse de las demás regiones. Todo ello además en un país en el que no existe cultura federal. Tal vez una solución a la secular cuestión territorial española consista en modificar la CE para que España sea una auténtica Federación en la que Cataluña, País Vasco y Galicia gocen de un tratamiento especial. Sin embargo, un sistema de federalismo asimétrico como éste plantea importantes inconvenientes: en primer lugar, quebraría el principio de igualdad de todos los españoles. Y en segundo lugar, la reforma federal sería utilizada con toda seguridad por los partidos nacionalistas como paso intermedio para la independencia (aunque una federación no necesariamente tendría que reconocerles el mismo grado de autogobierno que el actual Estado de las autonomías).