Me juego mis participaciones preferentes a que Cicerón para dummies (y políticos corruptos), y perdón por el pleonasmo, arrasaría en el mercado de libros de autoayuda. En esta época nuestra en la que los juntaletras se ven forzados a “resignarse a la intemperie y a la sombra” (made by Ignacio Peyró), vive Dios que los chamanes pseudoliterarios escapan vivos de tan cruenta pero democrática purga; será tal vez porque el maridaje de la filosofía low cost con los antidepresivos llena hoy el espacio del alma que antes ocupaba la religión, la ideología, el fútbol o el amor. Cosmovisiones aparte, resulta evidente que en este erial intelectual florecen por docenas recetarios para la felicidad tan rematadamente estúpidos como rematadamente rentables. En un intento por engancharme a la carroza de este éxito y dado que un tal Lou Marinoff me robó navaja en mano el sugerente reclamo “más Platón y menos Prozac”, me apresuro a abordar, con permiso del lector, el segundo hit de mi lista.
A Marco Tulio Cicerón (106 – 43 a.C.) se le suele atribuir, por méritos que quedan fuera del menor atisbo de duda, el título de primer gran filósofo del Derecho. Tanto su vida como sus obras se hallan sensiblemente vinculadas a la República romana y a sus instituciones. La Fortuna dispuso que, con Cicerón en el Senado, Roma venciera en las guerras púnicas y en las Galias, y se anotase la precaria conquista de Grecia. Estudió en el ágora ateniense y también en Rodas, bajo el patrocinio del filósofo Poseidonio, siendo uno de los máximos representantes, si no el mayor, del estoicismo en Roma. Los estoicos entendían que Dios era la Razón suprema, el Logos, que creaba y ordenaba el universo e irradiaba su esencia divina a todos los aspectos de la naturaleza de nuestro mundo, especialmente al ser humano: homo est sacra res, sentenció Séneca. Esta corriente filosófica trastocó los pilares de la cultura occidental, al ser una de las primeras concepciones que plasman la idea de la dignidad humana: no existen diferencias entre los seres humanos porque todo hombre tiene una naturaleza sagrada. Defienden, al mismo tiempo, el carácter universal de los valores éticos y la necesidad de promover el cosmopolitismo como garantía de la paz.
El texto más significativo en el que Cicerón plasma su filosofía política es De Republica. Con él, inicia una ferviente defensa de las instituciones republicanas, de cómo gracias a ellas el ciudadano romano se siente libre. Cicerón sostiene que en las instituciones de la República se condensan aquellos valores que según Aristóteles legitimaban a las formas puras de Gobierno. Existía primeramente una aristocracia que ejercía el poder legislativo y el poder judicial en los problemas políticos. Se trata del Senado, constituido por unos patricios que por su exigencia nobiliaria (noblesse oblige) encarnaban las virtudes cívicas de Roma. En segundo lugar, el poder ejecutivo, equivalente a la Monarquía de Aristóteles, fue confiado a los dos cónsules elegidos por el Senado para el gobierno de la República. Esta dualidad no es en absoluto baladí ya que, por medio de ella, se pretende asegurar el equilibrio de poder y evitar así la tiranía. La democracia, por último, se manifestaba en Roma a través de las asambleas o comicios de la plebe. Los tribunos elegidos en dichas asambleas no tenían poder legislativo mas ejercían, empero, de legisladores negativos al poder vetar aquellas normas del Senado que entendían lesivas para sus representados. Podemos decir que su actuación se identificaría hoy con la de una suerte de Tribunal Constitucional.
Se dieron cita en la Roma republicana, y sobretodo en sus instituciones, dos principios ciceronianos fundamentales, que son la libertas y la concordia. De nada serviría que Roma tuviera las mejores instituciones políticas, equilibrio, control recíproco…, si no estuvieran éstas imbuidas de dichos valores o principios. Cicerón defendía que la Constitución romana funcionaba en la vida real por la perfección de las instituciones; no era, por tanto, un mero marco institucional y formalmente preciso.
Más de dos mil años después, el filósofo español Javier Gomá ha tomado el testigo de Cicerón y, apoyado en sus ideas sobre la libertad y la concordia, ha revitalizado con sus escritos una reivindicación clásica de la teoría política y la teoría de la Justicia; se trata de la ejemplaridad como principio civilizatorio que se sitúa por encima de la propia ley: “vamos hacia una sociedad en la que se sustituirá la coacción por la persuasión”. Para ello, hace falta una nueva paideia, entendiendo por ésta la máxima ambición del genio griego que era la formación de un typus, esto es, una figura humana tan excelente que sea digna de generalización a todos los miembros de la comunidad.
El político francés del XIX Bejamin Constant en su conferencia la libertad de los antiguos comparada con la libertad de los modernos señaló que, a lo largo del tiempo, encontramos dos conceptos de libertad completamente distintos. En Grecia y Roma, la libertad implicaba adhesión íntima a las instituciones, participación en la vida de la comunidad política. Era una libertad en la comunidad, asumiendo por tanto las reglas de juego de la comunidad: cuanto más identificado con los valores cívicos, más libre se consideraba el ciudadano. Por su parte, la libertad de los modernos nace con el liberalismo en el siglo XVIII y hace referencia a la facultad de mantener un ámbito de inmunidad frente a las injerencias del poder político. En este sentido, el ideal cívico que propongo, la ejemplaridad, aspira a reconciliarnos con la libertad de Sócrates y la libertas romana de Cicerón.
Sucede que para conseguir una adhesión del ciudadano a las instituciones, es preciso acometer cambios tanto en las instituciones mismas, llamadas a recuperar el prestigio perdido, como en el comportamiento individual. Esto enlaza con la definición clásica de virtud que, desde Aristóteles, presenta una concepción bifronte: la virtud pública, que es la que se manifiesta de cara a la polis, y la virtud privada. El redescubrimiento de la ejemplaridad pública pasa necesariamente por combatir la desafección de los ciudadanos hacia las instituciones jurídicas y políticas. Las instituciones deben mostrarse imbuidas por una serie de valores cívicos que cohesionen a la comunidad y, a fin de lograrlo, podemos destacar tres recetas fundamentales:
a) A los representantes públicos se les ha de exigir un comportamiento ejemplar, más ejemplar si cabe que el exigible a cualquier ciudadano;
b) El papel de la educación y de los símbolos es clave para reforzar dichos valores y transmitirlos a las nuevas generaciones; y
c) Conviene recuperar la costumbre o mores como fuente del derecho, ya que ésta es propia de sociedades avanzadas y sólidas, susceptibles de convivir pacíficamente sin necesidad de recurrir al papel.
Resta ocuparse ahora de la contribución de cada individuo, es decir, de la ejemplaridad en términos de virtud privada. En este sentido, sabemos que el éxito de los postulados nihilistas ha impuesto un poderoso blindaje de la individualidad humana, de tal forma que la virtud carece de relevancia en el mundo de hoy. Desde la rebelión de las masas, comprobamos que predomina un tipo genérico de ciudadano magistralmente descrito por Ortega y Gasset: “Un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que, por lo mismo, es idéntico de un cabo de Europa al otro (…), vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas «internacionales». (…) Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga –sine nobilitate-, snob”.
Como sugiere Gomá en Aquiles en el gineceo (Ed. Pre-Textos, 2007), el buen ciudadano está llamado a evolucionar necesariamente a través de dos fases: la fase estética, caracterizada por el ego adolescente, el amor por la individualidad, y representada por los “aristócratas satisfechos” de Ortega; y la fase ética, en la que se introduce el ciudadano cuando se da cuenta de que debe diluir su individualidad en el todo de la polis. Por desgracia, una gran parte de los ciudadanos del siglo XXI ha optado por instalarse en la fase estética sine die. Entra en juego, una vez más, la ejemplaridad pero esta vez como elemento dinamizador de la sociedad civil: “la verdad moral se revela sólo a través del ejemplo concreto. La ejemplaridad sería la argamasa ética de una sociedad emancipada y colaborativa más allá de las leyes”.
En conclusión, la ejemplaridad introduce ese plus de responsabilidad moral extrajurídica, exigible a todos pero en especial a quienes desempeñan puestos públicos. Urge recuperar, por tanto, aquello que Cicerón denominó “uniformidad de vida”, es decir, una rectitud genérica que afecta a todas las esferas de la personalidad. Nada mejor que la ejemplaridad como antídoto contra la corrupción.