Para que nadie se llama a engaño y piense que esta página quiere hacer la competencia a algún periódico deportivo especialmente crítico con Mourinho, o que pretende cambiar las reglas del mejor invento, junto con los erasmus, de las relaciones intraeuropeas (la Champions’s League), advertiré ante todo que en este artículo el MOU nada tiene que ver con el polémico entrenador del Real Madrid y la Champions a la que se refiere tiene su final no en el verde césped de Wembley sino en los grises despachos de Frankfurt.
MOU es el acrónimo de “Memorandum of Understanding”. Y del MOU que aquí se trata es del que suscribieron el 23 de julio de 2012, en Bruselas y en Madrid, los representantes del Reino de España (el Ministro de Economía y el Gobernador del Banco de España) y la Comisión Europea (el Vicepresidente) “sobre condiciones de política sectorial financiera”.
Entre otras muchas lindezas, el MOU tiene la cualidad de que sus originales están en inglés, pero generosamente se ha permitido al Reino de España no sólo traducirlo al castellano sino incluso publicarlo en el Boletín Oficial del Estado, como gesto de rara condescendencia para con sus destinatarios. De hecho, se publicó en el BOE de 10 de diciembre de 2012, bastantes meses después de que sus efectos –incluso las leyes que de él derivaron- tuviesen plena vigencia.
El MOU estaba acompañado de un “Acuerdo Marco de Asistencia Financiera” hecho en Madrid y Luxemburgo el 24 de julio de 2012, un día después de la firma del propio MOU. Mediante este acuerdo la llamada “Facilidad Europea de Estabilización Financiera” venía, en definitiva, a prestar, o a comprometerse a prestar, al Reino de España (lo que incluía al Banco de España y al Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, el conocido como FROB) un importe máximo total de cien mil millones de euros (sí, 100.000.000.000 euros, que se dice pronto). El acuerdo, como el mismo MOU, era fruto del consenso, a duras penas logrado el 20 de julio de 2012, entre los representantes de los Estados Miembros de la zona del euro (el Eurogrupo) por el que se comprometían a asistir a España en materia financiera.
También este acuerdo se ha publicado en el Boletín Oficial del Estado de 10 de diciembre de 2012. Y, al igual que el MOU, incorpora “perlas cultivadas” dignas de mención. Una de ellas es que la pomposamente denominada “Facilidad Europea de Estabilización Financiera” venía a ser, en realidad, una société anonyme constituida en Luxemburgo con domicilio social en el número 43, avenue John F. Kennedy, de la capital del Gran Ducado. Y otra, no menos candorosa y a la par significativa, es que “el presente acuerdo” y las obligaciones de él resultantes “se regirán e interpretarán con arreglo al Derecho inglés” (cláusula 15).
Con la firma del acuerdo de asistencia financiera se trataba de evitar, en el verano de 2012, el temido “rescate” de España, a la griega o a la portuguesa o a la irlandesa (Chipre estaba por entonces muy lejos). A cambio de muy duras condiciones –a las que inmediatamente me referiré- se intentaba recapitalizar el sistema bancario español en su conjunto. Era, en verdad, un semi-rescate, aparentemente sólo relativo al sector bancario. Digo aparentemente porque la asistencia financiera en realidad se prestaba al Estado beneficiario que, con los miles de millones de euros puestos a su disposición, podía facilitar financiación al FROB para que éste, a su vez, suscribiera activos de las entidades crediticias españolas, “viables o no viables”.
En otras palabras, el dinero iba desde la société anonyme luxemburguesa a los bancos españoles, con la intermediación del FROB, pero el Reino de España (léase usted y usted, amables lectores) era y es el responsable de devolverlo. Tan responsable de devolverlo como de pedirlo pues había sido el propio Gobierno de España, una vez conocidas con precisión las cifras de nuestro último crack bancario, originado en gran parte por la irresponsabilidad de las cajas de ahorro con Bankia a la cabeza, quien acudió a las instancias europeas haciéndoles ver la necesidad de elevar las provisiones de la banca española.
La otra alternativa era dejar que quebrasen las entidades financieras afectadas, sin nacionalizarlas, pero eso era algo que nadie en España ni en Europa (ni en Estados Unidos, por decirlo todo) estaba dispuesto a imaginar y mucho menos a admitir. Unas porque, aun no llamándose Lehman Brothers (y no contando con la intervención de Hank Paulson como Secretario del Tesoro ni con Ben Bernanke como Presidente de la Reserva Federal) eran, para las cifras españolas, too big to fail. Otras, simplemente, porque pertenecían a ese entramado de intereses político-financieros-sindicales que ha venido caracterizando el paisaje de nuestras cajas de ahorro. Y todas porque, repito, en estas latitudes los bancos nunca quiebran, todo lo más se intervienen.
La conexión entre el MOU y el Acuerdo de Asistencia Financiera era manifiesta: sin acceder a las condiciones pactadas –léase dictadas- en el MOU, simplemente no era posible hacer uso de las “facilidades” que contenía el Acuerdo.
Dudo seriamente de que, fuera de sus redactores, algún ciudadano español (y la duda se extiende incluso a los técnicos del Ministerio de Economía) haya podido concluir indemne la lectura de las 71 páginas (desde la 84550 a 84620) del Boletín Oficial del Estado de 10 de diciembre de 2012 que contienen los textos del MOU y del Acuerdo de Asistencia Financiera. Y es una pena porque, en especial, el contenido de este último supera todas las expectativas imaginables. Sólo el apartado “definiciones” incluye decenas de ellas, entre las que se puede leer, por ejemplo, la aguda observación de que “apéndice significa un apéndice de este acuerdo”. Es una pena, repito, que los hermanos Marx no hayan llegado a vivir lo suficiente como para conocerlas: comparada con ellas, la “parte contratante de la primera parte” es una deliciosa canción de cuna.
El MOU y el Acuerdo de Asistencia Financiera subsiguiente fueron, para qué negarlo, una capitulación en toda regla, según la segunda de las acepciones que de este término recoge y admite el Diccionario de la Academia: “convenio en que se estipula la rendición de un ejército, plaza o punto fortificado”. El resto de los clubes europeos (sin duda con el Bayern München a la cabeza) se plantaron y dijeron al Reino de España que, si quería seguir en la Champions, tenía que someterse a ciertas condiciones, no precisamente cosméticas. No bastaba el mero cambio de equipación sino de la directiva, del entrenador, de los jugadores, del terreno de juego y hasta de la liga nacional (que por cierto, llevaba el nombre de una entidad bancaria española). Y añadieron que, en lo sucesivo, las reglas aplicables las impondrían ellos mismos. Y los representantes del Gobierno de España no tuvieron más remedio que decir ¿dónde hay que firmar? (en inglés, por cierto).
El MOU y el Acuerdo de Asistencia Financiera han instaurado lo que uno de los pocos académicos que los han analizado desde el punto de vista jurídico denomina gráficamente “una última amenaza para el Estado de Derecho”. A su juicio, las leyes de él derivadas suponen “la normalización del Derecho de excepción en la intervención de entidades de crédito en crisis” (Juan Antonio Carrillo Donaire, El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, número 32, diciembre de 2012).
Ciertamente así es. Ocurre, sin embargo, que se acude a las normas excepcionales (más en concreto, al estado de alarma) cuando, entre otras hipótesis, suceden “catástrofes, calamidades o desgracias públicas, tales como terremotos, inundaciones, incendios urbanos y forestales o accidentes de gran magnitud”. Y nuestra situación financiera en el verano de 2012 era catastrófica, calamitosa y desgraciada. La aceptación por el Reino de España de las muy duras condiciones del MOU, a las que me referiré en el próximo artículo, no sólo significaban el reconocimiento de la evidente pérdida de soberanía sino también la instauración obligada de una reglas jurídicas desconocidas hasta entonces y ajenas a las garantías habituales en las relaciones contractuales de las entidades financieras con sus clientes, por un lado, y con los poderes públicos, por otro.
Pero ya habían dicho los romanos (Cicerón en su discurso Pro T. Annio Milone, IV.11) hace más de dos mil años “silent enim leges inter arma”, esto es, en tiempos de guerra lo mejor que pueden hacer las leyes es callarse. Y lo que había en el verano del 2012 era una verdadera guerra financiera, sin declaración de tal, entre quien podía prestar y quien necesitaba recibir.