Otro MOU y otra Champions (II)

Otro MOU y otra Champions (II)

Acababa el artículo precedente recordando cómo nuestra situación financiera en el verano de 2012 era catastrófica y cómo la aceptación por el Reino de España de las muy duras condiciones del MOU (memorándum of understanding) no sólo significaba el reconocimiento de la evidente pérdida de soberanía sino también la instauración obligada de una reglas jurídicas desconocidas hasta entonces y ajenas a las garantías habituales en las relaciones contractuales de las entidades financieras con sus clientes, por un lado, y con los poderes públicos, por otro.

Aunque en su presentación el Gobierno trató de limitar la “condicionalidad” (el ambiguo término para designar lo que no era sino imposición pura y dura) a los aspectos más señaladamente financieros, esto es, los relativos a los bancos y cajas en cuanto tales, el capítulo VI del MOU destaca que la situación del sistema crediticio está estrechamente unida a los desequilibrios macroeconómicos y a las finanzas públicas. Y precisamente por ello “se vigilará” (siempre el impersonal) que el Reino de España cumpla los compromisos adoptados conforme al “procedimiento de déficit excesivo”.

De estas inocentes, en apariencia, palabras viene todo lo demás. Porque la reducción del “déficit excesivo” significaba, como todos pudimos sufrir en nuestras carnes, el simultáneo incremento de los tributos directos e indirectos (el IVA a la cabeza) y la reducción de los gastos públicos, ya se llamen sueldos de los funcionarios, pensiones, prestaciones de desempleo, o recortes en la prestación de servicios a cargo del Estado y de los entes públicos. En suma, la disminución de la renta disponible para familias y empresas o, si queremos llamarlo por su nombre, el (relativo) empobrecimiento de la sociedad española en su conjunto.

La “condicionalidad” iba, repito, mucho más allá de las cuestiones financieras en sentido estricto. Nuestros socios –en realidad, acreedores de nuestros bancos y de nuestro Tesoro, como los Fugger de Carlos V- nos exigían que modificásemos el sistema tributario; que redujéramos los beneficios fiscales al endeudamiento y a la compra de viviendas; que reformásemos el sistema de relaciones laborales; que abriésemos los servicios profesionales; que estableciéramos una autoridad fiscal independiente; en fin, que abordáramos el problema del déficit eléctrico y completásemos la interconexión de las redes de electricidad y gas con los países vecinos. Como se ve, todo un programa electoral que nadie había sometido, en cuanto tal, a la aprobación de las urnas.

Y ya en el específico sector financiero, las exigencias eran no menos draconianas, expuestas en un detallado anexo 2 (bajo la rúbrica “condicionalidad”) que contenía una larga serie de medidas singulares. Algunas afectaban a cuestiones que podríamos llamar de procedimiento (en virtud del MOU la Comisión adquiría el derecho de efectuar inspecciones in situ de cualquier entidad bancaria que se hubiera beneficiado del programa) y la mayoría a cuestiones de fondo. Entre estas últimas figuraban, por ejemplo, que “los bancos y sus accionistas deberán sufrir pérdidas antes de que se aprueben medidas de ayuda estatal” y cómo habría de llevarse a cabo la absorción de estas pérdidas (los titulares de las “preferentes” algo saben de ello).

En aquel catálogo de medidas se encuentran prefiguradas las que hemos visto hacerse realidad desde el verano del 2012. Las más espectaculares quizás hayan sido las protagonizadas por el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (el FROB) y la ulterior creación del “banco malo” donde se agrupan los activos inmobiliarios deteriorados (préstamos para promociones inmobiliarias fracasadas y activos de hipotecas ejecutadas, entre otros) que hasta ahora figuraban en, y debían salir del, balance de los bancos beneficiarios de las ayudas públicas.

Los poderes del FROB se han visto, por otra parte, enormemente reforzados en consonancia con las exigencias del MOU y del Acuerdo de Asistencia Financiera. En el artículo anterior me refería al trabajo del profesor Carrillo Donaire (El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, número 32, diciembre de 2012) que calificaba las facultades del FROB como “una última amenaza para el Estado de Derecho”. A su juicio, decía, las leyes derivadas de aplicar el MOU suponen “la normalización del Derecho de excepción en la intervención de entidades de crédito en crisis”.

Las imposiciones del MOU en materia financiera afectaban incluso a exigencias que un observador imparcial podría denominar intrusiones en el ejercicio de los poderes estatales internos. El Gobierno debía, por ejemplo, ceder sus competencias sancionadoras o autorizatorias al Banco de España y ampliar las facultades de éste para emitir “directrices e interpretaciones vinculantes”, esto es, convertirle en cotitular de poderes normativos más desarrollados. El desplazamiento de las funciones desde el Gobierno a una institución (el Banco de España) en principio independiente de él se acompañaba de mandatos dirigidos al Banco a fin de que perfeccionara sus métodos de supervisión.

La lista o catálogo de “deberes” impuestos por el MOU contenía, en fin, algunos mandatos reveladores de hasta qué punto los sucesivos gobiernos españoles habían hecho omisión de las reglas más elementales de prudencia financiera. Causa un cierto sonrojo que haya sido el MOU (lo personificaremos, a estos efectos) quien nos exija cambiar las normas de idoneidad e incompatibilidad de los órganos rectores de las cajas de ahorro, esto es, nos exija que pongamos coto a la endogámica legislación que unos y otros partidos, con la inestimable cooperación sindical, habían aprobado pro domo sua para facilitar la ocupación de aquellas próvidas entidades con los “afines”. Los mismos que, ahora, reconocen que no sabían leer un balance.

Hasta aquí, el análisis. Pero deberíamos ir un poco más allá. Hemos hablado de capitulación, de pérdida de soberanía, de sometimiento a unas condiciones –impuestas como contraprestación a la asistencia financiera solicitada por España- que los electores no habían tenido la oportunidad de respaldar ni de rechazar. ¿A dónde nos lleva todo esto?

Nos ayudará a responder la lectura de un reciente (13 de marzo de 2013) artículo publicado en el diario italiano La Reppublica por una de las mejores comentaristas de la prensa europea, Barbara Spinelli, sobre unas palabras pronunciadas por Mario Draghi pocos días antes, el 7 de marzo, en la eurotower de Frankfurt, a propósito de las elecciones italianas.

Decía Spinelli, con cierta sorna, que el presidente del BCE tiene el carisma del hombre de Estado que no conoce la intranquilidad y “casi ironiza sobre la excitación de los políticos y periodistas frente al veredicto de las urnas”. Draghi en su intervención había formulado las consabidas alabanzas a la democracia para afirmar, acto seguido, que el resultado electoral italiano había dejado a los mercados “menos impresionados que los políticos y que ustedes, los periodistas. Comprendemos que vivimos en democracia. Somos 17 países, cada uno tiene dos rondas de elecciones, nacionales y regionales, lo que hace 34 elecciones en 3-4 años. Así es la democracia, muy querida por todos nosotros”.

Pero, añadía Spinelli, Draghi “[…] dijo algo menos plácido sobre el voto italiano y las sorpresas (buenas o malas) que la democracia nos reserva, especialmente a los países deudores. Explicó el por qué de la tranquilidad en las cumbres europeas. Habló de los mercados y en su nombre. Después de haberse referido a la democracia, añadió, casi de pasada, que la austeridad continuará tal como está, divinamente indiferente a lo que braman los mundos inferiores. En otras palabras, la democracia puede dictar las sentencias que quiera, pero en las cumbres de la Unión y en los mercados apenas se escuchará su aliento. ¿Por qué no hay de qué preocuparse? Deben ustedes considerar -Draghi completaba su razonamiento- que la mayoría de las medidas italianas de consolidación fiscal continuarán navegando con el piloto automático. Nada perturba la unidad de propósito de los gobiernos”.

La imagen del piloto automático es difícilmente mejorable. Spinelli se “ceba” en ella para subrayar sus características: “el piloto automático, como se sabe, es el dispositivo que hace avanzar los vehículos sin ayuda humana. Es impersonal, no se preocupa del individuo ni de los electorados y es lo contrario de la democracia”. El gobernador del BCE (a quien Spinelli llama “paráclito de nuestros acreedores, esto es, de los mercados”) daba a entender que los Estados europeos están en estos momentos dirigidos por unos dispositivos externos (la troika, los pactos inviolables) contra los que en realidad nada puede hacerse. De modo que, sean cuales sean los resultados electorales, calma y tranquilidad, que la tormenta pasará.

Es tal la fuerza de los dogmas económicos dentro de la eurozona, desde la aprobación de los criterios de Maastricht sobre el déficit público (uno de cuyos descendientes directos es nuestro MOU), que los Estados pueden fingir que ejecutan políticas internas propias cuando en realidad carecen de verdaderos poderes de decisión. Para Spinelli ello explica la opresión de la Unión “y al mismo tiempo su extraña impasibilidad, a la vez signo de fuerza y muestra de inmovilidad. Desde hace veinte años la eurozona tiene tales limitaciones económicas que en los Estados se puede jugar temporalmente a hacer política”.

Así se entiende mejor, y enlazamos con el anterior artículo, que la publicación oficial en España del MOU y del Acuerdo de Asistencia Financiera, mucho después de que fueran aprobados, haya pasado desapercibida: total, ¿para qué leer las cláusulas de un contrato cuando no tienes otra opción que firmarlo sin objeciones?

Lo malo es que los pilotos automáticos a veces también se estrellan, o que los “mundos inferiores” en ocasiones se alzan. Y la existencia de la Champions League, no ya su resultado, se pone en entredicho.

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