Mientras Europa vive inmersa en una crisis económica de consecuencias imprevisibles, los acontecimientos ahí fuera, en el resto del mundo, se van precipitando y se va configurando lenta pero firmemente un nuevo orden mundial con Europa como convidado de piedra. Y es que ciertamente, los dos movimientos más claros hasta ahora en la formación de este nuevo orden son el ascenso de China como potencia mundial por un lado y el paulatino desplazamiento de la UE hacia la periferia de la comunidad internacional por el otro.
Ahora bien, este proceso no tiene por qué ser intrínsecamente negativo si se da por buena la premisa librecambista de que el libre comercio y la competencia internacional es un juego de suma positiva del que todos se benefician en última instancia, aunque durante este proceso algunos agentes tengan que purgar sus pecados antes de subirse al carro de la competitividad y el crecimiento económico. Y ciertamente, a priori, podemos dar por buena esta teoría en la medida en que el aumento del bienestar en los países emergentes y en vías de desarrollo no ha sido inversamente proporcional a la pérdida de bienestar en los países desarrollados. Aunque es evidente que este proceso no se ha producido a coste 0. El hecho de que los indicadores macroeconómicos tradicionales no reflejen el coste medioambiental ni el coste social del crecimiento económico no quiere decir que éstos no existan y que no puedan tener consecuencias fatales. China es el caso paradigmático: según un estudio oficial chino publicado recientemente, la contaminación ambiental le produjo pérdidas económicas por valor de 1,1 bill. de yuanes (138.000 mill. de euros) en 2010, el equivalente al 2,5 % de su PIB. Además, la desigualdad social ha alcanzado cotas indecentes. Las 1.000 personas más ricas de China tienen un patrimonio medio de 924 mill. de $, mientras que 173 millones de sus compatriotas viven con menos de 1 $ diario. Y para Europa este proceso tampoco ha sido a coste 0. Salvo Alemania, cuyo sector exportador se complementa simbióticamente con la economía China, a la que provee de bienes de equipo y limusinas, los estados europeos han experimentado una pérdida de competitividad frente al resto del mundo alarmante. Ante este proceso inexorable de decadencia, los poderes públicos en Europa han decidido optar fundamentalmente por una huida hacia adelante, un “race to the bottom” que está poniendo en jaque a la joya de la corona: el modelo social europeo.
Es cierto que, en ocasiones, se tiende a exagerar este proceso de convergencia de los países emergentes con los desarrollados. Aunque han experimentado un crecimiento económico muy intenso en las últimas décadas, las diferencias con Occidente son todavía abismales. La renta per cápita de EEUU es 9 veces superior a la china, y las diferencias entre el nivel de bienestar de los países europeos y el de Brasil o la India son aún tan grandes que Europa seguirá siendo una región receptora neta de inmigrantes durante muchas décadas. Además, la propia clasificación de los BRICS es en cierto modo una clasificación un tanto miope, basada fundamentalmente en indicadores económicos. Así, la inclusión de Rusia en este selecto grupo es bastante controvertida. En primer lugar, su economía depende de recursos naturales finitos. Pero su talón de Aquiles está en su estructura demográfica. La esperanza de vida media es de 66 años, 60 en el caso de los varones, y sus tasas de crecimiento vegetativo son negativas desde la década de los 90, es decir, que su población está disminuyendo. A la vista de lo anterior, ¿es posible que un país con un panorama tan decadente demográficamente se convierta en una potencia a nivel mundial?
No obstante y pese a todo, lo cierto es que asistimos a un cambio histórico en la relación de fuerzas entre las grandes potencias mundiales. Histórico no sólo por el cambio en las relaciones de poder en sí mismo, sino ante todo porque se trata del primer cambio sistémico de la sociedad internacional que se produce sin que acontezca un enfrentamiento bélico. La posmodernidad no ha resultado en el fin de la historia vaticinado por Francis Fukuyama, puesto que a la democracia liberal parlamentaria le han surgido serios competidores, pero sí ha resultado en la sustitución de la guerra por la economía como elemento catalizador del nuevo orden internacional. Está por ver todavía hasta qué punto la crisis financiera actual va a acelerar este proceso, pero de momento está claro que la división de los Estados en deudores y acreedores está contribuyendo a consolidar el incipiente nuevo orden internacional.
En este contexto, la cuestión más sangrante de la situación actual de Europa no es ya su debilitamiento, sino que su decadencia se debe en buena medida a factores endógenos. Empezando por la incapacidad de las autoridades nacionales y comunitarias de dar una respuesta adecuada a la crisis y a los problemas estructurales que nos afectan. El rescate chipriota y el debate entre austeridad o estímulos económicos han puesto de manifiesto que Europa no cuenta con una estrategia consensuada de salida de la crisis. A esto hay que añadir el suicidio demográfico, al que no se presta la atención debida pese a que sus consecuencias son mucho más destructivas y estructurales que las derivadas de la actual crisis financiera, en la medida en que esta otra crisis ya existía con anterioridad a la económica. No cabe ninguna duda de que las bajísimas tasas de fecundidad, que en algunos países de Europa, entre ellos España o Italia, ni siquiera alcanzan la tasa de reposición natural, se deben a las profundas transformaciones culturales y sociológicas de las últimas décadas (segunda transición demográfica). El caso de España es especialmente grave, con una de las tasas de fecundidad más bajas de Europa, 1,35 hijos por mujer en edad fértil. Y en este ámbito demográfico no todo es culpa de la crisis. De hecho, en 2008 la tasa no era muy superior, del 1,48. Por esta razón, el INE pronosticó recientemente que España, ceteris paribus, va a decrecer demográficamente a partir de 2016 y que perderá una décima parte de su población en 40 años.
Una de las representaciones gráficas más ilustrativas de este cambio ocurrió durante la XV Conferencia sobre el Cambio Climático de la ONU, en Copenhague, durante la última noche de la cumbre. Entonces, con las negociaciones al borde del fracaso, el acuerdo final fue adoptado en una reunión a puerta cerrada por los presidentes de los países BASIC Lula da Silva, Jacob Zuma, Manmohan Singh y Wen Jiabao, junto con Barack Obama. Y una vez sentenciado el asunto, el acuerdo fue comunicado por éste último a los jefes de gobierno de la UE y al presidente de la Comisión, quienes esperaban pacientemente en otra sala a que se llegase al acuerdo definitivo.
Esta semana precisamente se ha producido otro hito en este cambio sistémico, como ha sido el anuncio de la puesta en marcha de un Banco Mundial á la BRICS. El proyecto, pese a estar aún muy verde, pone de manifiesto que las economías emergentes están cada vez menos dispuestas a jugar con las reglas del juego establecidas por Occidente en la posguerra, y que si no es posible modificar dichas instituciones (ya no basta con la reforma de la estructura de gobierno del FMI aprobada en 2010), ellos se crearán las suyas.
Si Europa quiere seguir teniendo una voz respetada en el mundo, es importante que supere cuanto antes sus diferencias internas y que apueste por un modelo económico competitivo y solidario a la vez. Pero superar la crisis no va a ser suficiente, sino que es necesaria una mayor integración en todos los ámbitos y, muy especialmente, en la política económica y exterior. Alemania y Barroso ya han propuesto explícitamente la necesidad de refundar la UE en un nuevo tratado que, entre otras medidas, otorgue mayores poderes a la UE en el ámbito económico y presupuestario. También se oyen voces que reclaman la introducción de la elección directa del Presidente del Consejo Europeo. En cualquier caso, el tiempo apremia y es mucho lo que la UE tiene que ofrecer en el nuevo orden internacional, pero también mucho lo que puede perder.