Vides ut alta stet nive candidum/ Soracte?

Vides ut alta stet nive candidum/ Soracte?

Orión se cuenta, para qué negarlo, entre los admiradores de la obra literaria de Patrick Leigh Fermor. Tengo la impresión de que empezamos a constituir ya una verdadera cofradía –silenciosa, numéricamente no muy extensa pero con un entusiasmo palpable y contagioso- que encuentra en los libros de Leigh Fermor aquellas notas que caracterizan lo que hoy se denomina, con una expresión algo ambigua y que personalmente no me satisface, un “autor de culto”.

Este artículo, sin embargo, no es un evocación de Mani, ni de Rumeli, ni de Un tiempo para callar (libro cuya reseña publicó ensilencio.es hace meses), ni siquiera de El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua, las dos grandes obras de nuestro autor en las que describe el trayecto de lo que fue su viaje “iniciático” (a pie salvo el paso del Canal, obviamente) desde Londres hasta Constantinopla, comenzado en diciembre de 1933, cuando sólo tenía dieciocho años, y culminado en enero de 1935.

Son, sin embargo, algunos de los contenidos de estas dos últimas obras los que quisiera ahora comentar, en cuanto describen o dan fe del universo intelectual en el que se movía un adolescente británico en el siglo pasado, aun siendo tan peculiar como Patrick L. Fermor cuyos “fracasos escolares” él mismo no tiene empacho en desvelar.

El primero aparece cuando el viaje transeuropeo discurre por las tierras de Suabia, hacia el sudoeste, con la cordillera de los Alpes al fondo. En los tramos rectos, afirma el autor, “donde el cambio de escenario era lento, cantar me ayudaba con frecuencia a superar la monotonía y cuando se me terminaba el repertorio de canciones recurría a la poesía”. Y aquí se despliega una relación de autores cuyos versos hacían de compañeros de viaje de Patrick L. Fermor. Los hay, lógicamente, británicos (fragmentos, sonetos y citas de Shakespeare, discursos de Marlowe, odas de Keats, pasajes de Tennyson, Browning y Coleridge, entre otros muchos), algunos pocos franceses (poemas de Villon, Ronsard y Baudelaire) y, sobre todo, clásicos latinos: Lucano (La Farsalia), Catulo, Petronio, Horacio y, recurrente, Virgilio (los libros II y IV de la Eneida, algo de las Geórgicas y las Eglogas).

Todos ellos (es posible que en algún caso su incorporación haya sido posterior, pues el libro se escribe muchos años después del viaje) habían contribuido a dotar de un bagaje cultural a aquel adolescente viajero que le permitiría, en el curso de sus estancias en diversas ciudades alemanas, austriacas, húngaras y rumanas, entablar una conversación entre iguales con muchos de los personajes que le reciben o con quienes se encuentra accidentalmente, algunos de ellos poseedores de espléndidas bibliotecas que contenían precisamente los tesoros literarios correspondientes.

Patrick L. Fermor se refiere en concreto a algunas de las odas de Horacio que “aparte de sus encantos eran infalibles para cambiar el estado de ánimo”. Y rememora de modo muy especial cómo una de ellas (Carmina, I, IX, Ad Thaliarchum) “acudiría en mi ayuda al cabo de unos años en extrañas circunstancias”. Narra, en efecto, cómo “los azares de la guerra me depositaron entre los riscos de la Creta ocupada con una partida de guerrilleros cretenses y un general alemán cautivo al que habíamos detenido y llevado a las montañas tres días atrás”.

Al alba de uno de aquellos días entre los riscos, el general alemán preso pudo contemplar la visión del monte Ida, el más elevado de Creta en la cordillera de Psilorétis, de reminiscencias mitológicas, lo que le llevó a musitar los primeros versos de la oda horaciana que precisamente se refieren a él: “Vides ut alta stet nive candidum/ Soracte?” (“¿Ves cómo, resplandeciente de alta nieve, se yergue el Soracte?”) Patrick L. Fermor, que conocía de memoria el poema –lo mismo que el general alemán- continuó en el punto en que éste se había interrumpido: “nec iam sustineant onus/silvae laborantes/ geluque flumina constiterint acuto”.

No es difícil deducir que, unidos por su conocimiento de Horacio, uno y otro adversario debieron reflexionar en el amanecer cretense sobre el sinsentido de una contienda cuyo origen era precisamente todo lo contrario de lo que representaban Horacio y el resto los clásicos latinos al amparo de los cuales se habían formado las mejores generaciones del Reino Unido y de Alemania.

El segundo de los aspectos que quisiera resaltar en el relato de Patrick L. Fermor es la apelación constante a la historia europea, tratada como una historia de familia. En ese rasgo enlaza con una tradición secular que liga de modo inescindible los viajes con las referencias históricas de los territorios por los que discurren. Y es que el conocimiento “turístico” de las ciudades y de los paisajes europeos resulta enormemente empobrecido, mutilado incluso, si quien por ellas pasa olvida o ignora la historia que subyace detrás de unas y otros. Los viajes –al menos los viajes por Europa- se disfrutan, se saborean doble o triplemente si junto a la contemplación visual –hoy también la gastronómica- se saben apreciar los componentes literarios, por un lado, y los históricos, por otro, de las rutas que se transitan.

En El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua la historia europea está siempre presente. De nuevo en Alemania, al encontrarse por vez primera con el Danubio en Ulm, la ciudad imperial que, para Patrick L. Fermor aún “tenía una atmósfera medieval tardía”, sus reflexiones desde el campanario de la catedral ante las extensiones de terreno que desde allí se divisan (la campiña hacia el Jura suabo, el borde oriental de la Selva Negra, las estribaciones de los Alpes, el invisible lago Constanza, y a lo lejos las cimas suizas), le hacen rememorar los escenarios muy cercanos de tantos pasajes de la historia de Europa.

Desde aquella atalaya catedralicia Patrick Fermor evoca la antigüedad romana (“¿Detrás de qué vertiente estaba el puerto de montaña por donde los elefantes de Aníbal se deslizaron cuesta abajo”) tras destacar que la frontera del Imperio se encontraba a pocos kilómetros de Ulm, y que el limes romano seguía la orilla meridional del Danubio hasta el mismo Mar Negro. Desde aquel mismo rincón, recuerda, “Carlomagno acechaba para destruir a los ávaros en Panonia” y a pocas leguas al sudoeste todavía se alzaban las ruinas de Hohenstaufen, “sede de la familia que había fomentado venganzas entre emperadores y papas durante siglos”. Una Hohenstaufen –y esto posiblemente lo desconocía el joven inglés en aquellos momentos- había venido siglos antes a la península ibérica y, convertida en Beatriz de Suabia, había contraído matrimonio con Fernando III el Santo.

Particularmente intensa era allí la evocación de la Guerra de los Treinta Años, la primera de las grandes guerras civiles paneuroepas que, afirma Patrick L. Fermor, “se estaba convirtiendo en una obsesión para mí durante el viaje”. La guerra –“la peor de todas ellas”- que acabaría dibujando en Wetsfalia “la distribución en forma de rompecabezas de católicos y protestantes” mantenida desde 1648, le da ocasión de contemplar los retratos de sus protagonistas que “pueblan la mitad de las galerías de arte europeas”. Desde Ulm se puede vislumbrar a Wallenstein, Brunswick, Spínola, Maximiliano, Gustavo Adolfo, el Cardenal-Infante, el Príncipe de Condé, todos ellos en un paisaje que aún permanecía en 1934 y que había visto siglos antes desplegarse “las águilas dobles aureoladas del emperador, los rombos azules y blancos del Palatinado y de Baviera, el león rampante de Bohemia, las franjas negra y dorada de Sajonia, las tres coronas de los Vasa de Suecia, los cuadrados blancos y negros de Brandenburgo, los leones y castillos de Castilla y Aragón, los lirios franceses azules y dorados”.

En fin, el pueblo de Blanheim, rememora Patrick Fermor, “estaba a un solo día de marcha a lo largo de la misma ribera (del Danubio), y Napoleón derrotó al ejército austríaco en la orilla que se hallaba muy cerca de la barbacana”. Y en el interior del templo catedralicio, como es frecuente en tantas iglesias europeas, podían aún contemplarse “los colores en seda y con guirnaldas de laurel de los regimientos de Württemberg y Baden de 1914 [que] pendían allí en hileras, estandartes con cruces negras sobre fondo blanco”.

El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua son mucho más que dos libros de viajes cuajados de anécdotas. Forman parte de la gran literatura de viajes, por supuesto, y contienen semblanzas de cómo eran las ciudades y las capitales de los países transitados durante le década de los treinta. Pero constituyen también un compendio de la mejor literatura, de historia de arte y desvelan muchos de los hitos centrales del continuum que Patrick L. Fermor –y otros como él- han sabido descubrir entre los vestigios de la herencia romana y el devenir ulterior de la Mitteleuropa.

El mismo autor que centraría después sus intereses –y su vida- en la Grecia que definitivamente le acogió cuando decidió instalarse en un perdido y hermoso rincón del Peloponeso, pudo realizar en 1934 este viaje enriquecedor para él –y para todos nosotros- contando como bagaje, además de su mochila y sus botas de caminar, un libro de poemas y una espléndida formación clásica en su cabeza. No le hacía falta más.

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