Si unimos estas dos palabras aparentemente discordantes, casi antagónicas, en una frase, sólo nos puede salir como resultado El Tercer Hombre, de Carol Reed.

Hace unas semanas volví a ver esta conmovedora película y, en el ensimismamiento de la acción, decidí escribir algo sobre ella, propósito que ahora cumplo.

No es, no podría ser, una crítica cinematográfica. Ni poseo la ciencia precisa, ni las ganas tampoco. El cine es, en esencia, una emoción, no otra cosa. Criticar técnicamente una película, hablar del guión, de los actores, de la fotografía, de todas esas cosas, es intelectualizarla, quitarle completamente la gracia. Como destripar una muñeca. Además, si más sabes de las cosas, menos las aprecias. Por eso disfrutan tanto los niños del cine, porque lo ven con ojos de niño. Así habría que ver todas las cosas: con ojos nuevos e inocentes. Muchas veces he pensado que jamás volveré a leer a Borges como la primera vez que lo leí, con ese afán goloso y sorprendido.

No extrañará que diga, entonces, que ver cine debería ser como enamorarse, esto es, dejarse llevar, impregnarse de la magia del blanco y negro como si fuera lluvia recién caída, aspirar la atmósfera que emana de la pantalla. Sólo en algunas películas mágicas, todas ellas en blanco y negro, he deseado ardientemente estar dentro de la acción, entre los personajes: en Laura, por ejemplo, de Otto Preminger, o en Medianoche de Leisen, la mejor comedia que recuerdo.

El Tercer Hombre no es historia como para estar dentro de ella. Si algo la define, para mí, es la tristeza. Para hacer este comentario he leído alguna crítica que pondera la magnitud de la historia, que hizo nada menos que Graham Greene y que luego convirtió en libro (al revés de lo que se piensa). O el genio de Orson Welles, que es actor secundario para un personaje principal, casi exclusivo. O la fotografía de sombras angulosas y piedras espectrales. O tantas cosas.

A mí, por lo general, todas esas críticas me parecen bastante estúpidas. Si tuviera que ir al cine basándome en sus comentarios me quedaría en casa. Mi opinión es que se trata de una película magnífica, pero no genial, protagonizada por actores buenos, pero no portentosos, dirigida por un director diestro, pero no brillante y a la que Orson Welles, contra lo que se piensa, está a punto de arruinar.

¿Qué hace entonces, de El Tercer Hombre, una deliciosa obra maestra?

Para mí, dos cosas: Viena y la cítara. Ya lo dije antes.

Viena y la cítara son dos rigurosas modalidades de la tristeza. Por eso creo que combinan sorprendentemente bien. Viena tampoco se refleja con la decadencia de sus esplendores pasados, como melancólicamente la cantaron Joseph Roth o Stefan Zweig -sólo una generación pasada-.

La Viena de entreguerras era la capital de un Imperio que desapareció suavemente, una ciudad lánguida y desacompasada del mundo, como las volutas de humo que ascienden al techo de los cafés. Era una ciudad donde, valga la antítesis, la tristeza era aún grata, como lo es aquello que se añora.

La Viena de los años 40, pasada por el Anschluss, la desolación y la guerra, pasada por todas las vergüenzas y remordimientos, era otra cosa. Ya no había melancolía. Viena era una ruina.

Esta devastada Austria la retrata muy bien la película, rodada casi toda ella en Inglaterra, salvo algunos exteriores. Pero la destrucción queda bien. La destrucción o el amor, que dijo Aleixandre. La ciudad dividida en cuatro zonas administradas por las potencias vencedoras; las patrullas formadas por un miembro de cada fuerza ocupante; la picaresca insólita; la resignación de la supervivencia en cada rostro; los solares y desmontes ruinosos; los cafés desabridos; el decadente teatro. Todo en la película exhala un aire crepuscular y sombrío, diríase fúnebre. Ese es uno de sus principales encantos: no la muerte que parece acecharlo todo, sino la esperanza que le sobrenada.

El comienzo es admirable: un entierro, el de Harry Lime, de quien se habla durante toda la historia y sólo aparece al final. Allí comparecen sus amigos vieneses, siniestros como arquetipos, y allí acude el desorientado Joseph Cotten, que aún cree en la amistad. Por poco tiempo. Y también está Alida Valli que, como sucede casi siempre, se enamora del hombre equivocado. Comprendo que es manía personal, pero oír al oficiante pronunciar el responso en el dulce alemán de Viena ya es una exaltación tonificante para mí.

A partir de ahí, la historia se enreda en una trama no muy singular pero sí muy eficaz. Impagables los actores ingleses: el mayor Calloway que encarna el excelente Trevor Howard (inolvidable en Rebelión a Bordo) y Bernard Lee que hace de Sargento Payne.

Los amigos de Harry Lime son todos pintorescos, variados dentro de la tipología criminal. Un barón Kurtz que produce desasosiego, porque parece uno de esos tipos invertebrados, como reptiles, que te da la mano blanda y fría, el cual acaricia un pequeño perro de los que se llevan en brazos y que descubre su misterio en un azar de la película: se resigna a tocar el violín en un desolado café. La vida es dura. También está el Sr. Popescu, que se dice rumano y a mí me resulta más un portugués o quizá griego, a quien tampoco dejarías al cuidado de tus sobrinos. Y el más inquietante de todos, el doctor Winkel, con ese sereno aplomo que da una larga carrera al servicio del mal.

El protagonista, en busca de la verdad, lo halla en casa: no puede ser Winkel de una cortesía más glacial. Muy vienés, hasta en la cara, que parece compuesta de fragmentos de otras caras para formar un rostro imposible y, a la vez, absolutamente austriaco. No alemán, sea bávaro o sajón. Tampoco suizo. Winkel sólo puede ser vienés cuando el despistado americano le llama Uinkel (como se pronunciaría en Texas) y este heraldo del más allá, impávido, le corrige la fonética con voz de ultratumba: Vinkel.

Lo demás es lo de menos. Alida Valli es una buena actriz, y es guapa, pero yo no me enamoraría de ella como de Gene Tierney, pongamos por caso. O, en un apuro, de Bárbara Stanwyck. Desconozco, de hecho, la razón por la que Joseph Cotten, es decir, el autor de novelas baratas del Oeste Holly Martins, lo hace profusamente. Allá él.

Por cierto, Joseph Cotten no está mal en esta película. A muchos les parece un buen actor, pero a mí no me dice nada. Representa a un perdedor en una película de perdedores cuyas vidas giran alrededor del único que no lo es, el espectro que nutre la trama, el desconocido que ayuda al cadáver de alguien que, con el tiempo, termina por saberse que es él mismo: El tercer hombre que había allí.

Los pormenores de la historia son enojosos y no me referiré a ellos. Sólo destacaré la estelar irrupción de Orson Welles, descubierta su precavida sombra por la iluminación de un foco: una sonrisa sardónica, mefistofélica, que da la vuelta a la película. Hay que admitir que es un hallazgo de la puesta en escena, hasta el punto de que la película se recuerda, entre otras cosas, por esa sonrisa deslumbrante y atroz, como también se recuerda la conversación moral en uno de los vagones de la noria del Prater y esa admonición sobre los males del Renacimiento italiano, que pese a ello dio la Capilla Sixtina y la Pietá, en comparación con mil años de democracia helvética que sólo ofrecieron al mundo el reloj de cuco.

Lo bonito de las películas es que se recuerdan por cosas como ésta. Una atmósfera inquietante, una aparición oportuna, una frase feliz o desairada y la película ya es otra.

Pasa, sin embargo, que a mí no me gusta Welles y, menos aún, en esta película. Fundamentalmente porque no se puede ser genio todo el rato, y más en una película inglesa de tan delicados equilibrios. Si por algo es excelsa esta producción es por su contención elegante. Por ello llega Orson, como un oso polar, a hacerse notar. Sale su sonrisa y notas que ya no existe Harry Lime, que la penicilina adulterada era cosa de este pájaro llamado Welles, el de la sonrisa.

Dos cosas finales: una, la persecución con que se desenlaza la oscura trama, por las cloacas de Viena, magníficamente fotografiadas, en su cartesiana geometría de ingenieros. Allí muere Lime-Welles, dándole un poco más de dramatismo al asunto. La chica lo llora inacabablemente, comme il faut, y desdeña al bueno de Martins, que es también el traidor.

La última cosa, lo que hace único y absolutamente maravilloso este film, la música de cítara de Antón Karas. Fue su primera y última banda sonora. Se ve que no lo necesitó.

Ese despliegue de melodías que no son sino variaciones de un único tema conducen con mano magistral los pasos de la historia: resulta increíble que un instrumento tan aparentemente limitado como podría pensarse que es una cítara asuma por completo la dirección de las emociones: la inquietud, la intriga, el temor, la nostalgia. El Tercer Hombre siempre se recordará por esa melancólica e inquietante música. En realidad, El Tercer Hombre es esa música.

Porque esa cítara es aquí Viena, insólitamente. Es una cuerda tañida o acaso pellizcada en una ciudad que pensábamos a rigurosa dieta de violines. Esa es la venturosa magia del cine.

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