«Al leer a Chesterton nos embarga una peculiar sensación de felicidad. Su prosa es todo lo contrario de la académica: es alegre. Las palabras chocan y se arrancan chispas entre sí, como si un juguete mecánico hubiese cobrado vida de pronto, chasqueando y vibrando con sentido común, esa maravilla de maravillas. Para él, el lenguaje era como un juego de construcciones con el que montar teatros y armas de juguete.»
Alberto Manguel
El más trágico de los tormentos con que los dioses pueden recompensar la torpeza de un juntaletras es el de convertirlo en autor de best sellers. Se me antojan los best sellers como esos modelos “antiejemplares” que jamás han de seguir los amantes de las letras si pretenden hacerse un hueco entre los artesanos de la prosa decente; algo así como el siempre actual “no lo intenten en casa, queridos telespectadores”. En esta época nuestra de las masas, que es la época de lo colosal como dijo Ortega, la literatura, la buena literatura, sobrevive clandestinamente -cuando no malvive- ajena al terremoto de los estímulos inmediatos como reducto eterno en el que guarecerse de la vulgaridad; esa vulgaridad de los mediocres que consiste, según Chesterton, en estar delante de la grandeza y no darse cuenta.
Con Gilbert Keith Chesterton (Londres, 1874 – Beaconsfield, 1936) ocurre justo lo contrario. Forma parte de ese puñado de autores cuyo proverbial genio le ha granjeado la miel del éxito editorial sin necesidad de envilecerse sucumbiendo a la simpleza del gran público. Sin embargo, el escritor inglés no goza aún del prestigio que por su talento le corresponde sino que sigue deleitando casi exclusivamente y a partes iguales a intelectuales de erudición enciclopédica, meapilas con ínfulas y reaccionarios desinformados. Si usted, caro y dilecto lector, reúne en sí al menos dos de dichos atributos y todavía no ha leído a Chesterton, le conmino a empezar sin dilación por El hombre que fue Jueves.
Con Chesterton pasa lo que con Newman, Gómez Dávila o Castellani: su merecida fama de apologeta tiñe de grises la poderosa luz que como escritor eterno irradia. Me causa una profunda pena que la obra de G.K.C. -elogiada hasta el éxtasis por escritores tan dispares como Hemingway, Graham Greene, Evelyn Waugh, Borges, García Márquez, Paul Claudel, Agatha Christie, Cortazar, Orson Welles o Kafka- se invoque de manera recurrente en foros católicos a resultas de su condición de converso mientras que apenas luce entre las llamadas elites intelectuales. Precisamente fue Jorge Luis Borges, el escritor en lengua española más importante del siglo XX, quien se reconoció en múltiples ocasiones y sin matices como un admirador incondicional del polemista londinense, y enfatizó el hecho de que G.K.C. fuera mucho más que un mero propagandista católico: “Podría haber sido Poe o tal vez un Kafka; pero el prefirió –y le estamos agradecidos por su opción– ser Chesterton y optó valerosamente por la felicidad o simuló haberla encontrado. En Inglaterra, el catolicismo de Chesterton perjudicó su fama, ya que la gente insiste en reducirlo a mero propagandista católico. Lo fue innegablemente, pero también fue un hombre de genio, un gran prosista y un gran poeta. La literatura es una de las formas de la felicidad; tal vez ningún escritor me ha dado tantas horas felices como Chesterton”.
Al cerrar un libro de Chesterton, da la impresión de que tal vez su mayor virtud sea la de haber conseguido armonizar su prosa con los cánones estéticos de la literatura con el fin de que su bien ganado prestigio como escritor precediera a su fama de polemista católico. En un tiempo en que la Iglesia Católica ya había empezado a desertar de su función de motor artístico, el escritor inglés hizo suyo el mandato evangélico de “sed astutos como serpientes y sencillos como palomas (Mt 10, 16)”, arrojándose a partirse el rostro por el cristianismo y blandiendo únicamente su afilada ironía; el arma de este mundo moderno. Aquél que dijo que para entrar en la Iglesia hay que quitarse el sombrero pero no la cabeza se manejó con un donaire sorprendente -ágil, desenvuelto, provocador- en medio de la angosta encrucijada de principios del siglo XX.
Si Agustín de Hipona y Tomás de Aquino tradujeron los postulados de Platón y Aristóteles al lenguaje secular, Chesterton se midió con los pesos pesados del ateísmo inglés con argumentos tan rotundos y mordaces que hicieron caer de espaldas a más de un empirista descreído. Chesterton se sentía cómodo, en definitiva, siendo espada de Roma que no pincha pero hiere; luz de Trento que no abrasa pero prende fuego al mundo; martillo de herejes con guante de terciopelo. Así lo describe con magistral estilo el divino Borges: “Recurre a la paradoja y al humour en su vindicación del catolicismo. Eso importa invertir una tradición, erigida por Swift, por Gibbon y por Voltaire. Siempre el ingenio había sido movilizado contra la Iglesia”.
Chesterton no se sometió a las estrecheces de un único género sino que su altura de miras le exigía ir más allá, pisar nuevos charcos. Cultivó con elegancia e ingenio la novela policíaca, el ensayo, la poesía, el artículo periodístico, la biografía, la autobiografía… y también el género del aforismo aunque, como bien apunta Enrique García Maiquez, sin pretenderlo: “Cada fragmento de Chesterton, por pequeño que sea, funciona como un holograma de su obra completa”. Y más adelante: “Chesterton escribe, efectivamente, a llamaradas, a fogonazos, saltando de imagen en imagen, con una facilidad pasmosa para hacer visible un argumento, para dar con relaciones insólitas y para ofrecernos la comparación imposible y exacta” (Nueva Revista nº 136).
Esas sentencias lapidarias que como pólvora se extienden gracias al retuiteo están sirviendo para difundir -bendita tecnología- muchas de las ideas formidables de G.K.C. Para encorsetarse sin destrozo en la dictadura de los 140 caracteres hace falta tanto ingenio como capacidad de concreción. Coherente con su afán por prodigarse a través de mil y un género, Chesterton se habría convertido sin lugar a dudas en una arrasadora twitstar, puesto que sus greguerías se ajustan a la perfección a la esencia del tuit genial: directo, ácido y desternillante. Algunos prosélitos del apologeta han creado, de hecho, algunas cuentas en Twitter que se limitan a repetir con un martilleo incesante algunas de las citas celebérrimas del escritor inglés –y otras tantas que le atribuyen sin pertenecerle- con un notabilísimo éxito.
Además de comer, beber, fumar, rezar, escribir, amar, y reír, Chesterton sacó tiempo de ninguna parte para parir una tercera vía económica como alternativa al socialismo y al capitalismo. Se trata del distributismo, en cuya popularización colaboró el historiador y amigo íntimo de G.K.C. Hilarie Belloc. Este modelo económico se inspira en los principios de la Doctrina Social de la Iglesia y justifica su existencia con la encíclica Rerum Novarum de León XIII. Si bien es cierto que el distributismo ha sido acerbamente criticado por sus vinculaciones teóricas con el socialismo en lo que se refiere a la distribución de los medios de producción y al papel del Estado, también lo es que se aprecia una creciente aceptación de algunos de sus postulados habida cuenta del inquietante escenario postcrisis.
Dicen que somos lo que leemos. Chesterton leyó los Evangelios con devoción y voracidad y trató de identificar su conducta con la de su protagonista. Quizás algún día la Iglesia reconozca las inconmensurables virtudes humanas del bueno de Gilbert y podamos elevar, no sin cierta ironía, al orondo Chesterton a los altares. Apuesto a que, en lugar de cirios y limosnas, preferirá que todo el orbe cristiano celebre su beatificación con una cerveza bien fría porque para ser muy santo es preciso ser antes muy humano. Chesterton, inventor de un novedoso y fascinante estilo apologético, vivió y escribió, como Lewis, cautivado por la alegría: “Come tu filete y bebe tu cerveza dando gracias por esa bendición de Dios, y regocíjate porque el pecado y la muerte hayan sido vencidos”. Sólo por esta aportación merece la pena reivindicar su figura.