Con el sudor de tu frente

Con el sudor de tu frente

Durante toda la historia de la Humanidad, el trabajo ha sido la más pesada de las cargas, solo superada por la guerra y por la enfermedad. Aunque se librase de ser considerado un jinete del Apocalipsis (no sé qué contactos tendría), el trabajo ha tenido el privilegio de subir al Olimpo de las incomodidades y ser considerado, de hecho y de derecho, una maldición divina.

Está escrito en la Biblia que, cuando Adán decide tomarse su ración diaria de fruta (“an apple a day keeps the doctor away” dicen los británicos), Dios no lo condena a tumbarse en una hamaca durante ocho horas al día, sino que le obliga a ganarse la vida con sudor. La imagen del Cielo que tengo en la cabeza, artefacto cultural desde luego, es la de estar tocando el arpa en una nube, no trabajando en una oficina celestial. En la película Beetlejuice de Tim Burton, el infierno es, de hecho, una oficina. Está claro que cualquier persona que elogie el trabajo sobre el ocio es sospechosa por definición, Karl Marx sin ir más lejos.

En nuestra sociedad occidental, la disponibilidad de bienes y servicios ha aumentado de forma exponencial, gracias a las revoluciones industriales, consecutivamente en la agricultura, en la industria y en los servicios. Por poner un ejemplo, creo que, sin exagerar, una persona indigente que entra hoy en el servicio de urgencias de cualquier hospital de España tiene acceso a una medicina mucho mejor que la disfrutada por Alfonso XIII hace cien años. En la sociedad occidental, el porcentaje de gasto en alimentos de una familia media sobre sus ingresos totales está en el mínimo de la historia.

La semana laboral tradicional anterior a la revolución industrial era de 6 días. Durante la revolución industrial, en Gran Bretaña y en otros países, alcanzó los 7 días, con jornadas de 14 horas (unas 100 horas a la semana), para ir reduciéndose posteriormente a 9 horas diarias, de lunes a sábado, (54 horas semanales). Después de la Primera Guerra Mundial, el Tratado de Versalles estableció jornadas de trabajo de 8 horas al día (48 horas a la semana) aunque ya en la segunda mitad del XIX se adoptó en algunas industrias de Inglaterra la interrupción del trabajo a las 13 horas del sábado, el llamado sábado inglés (44 horas de trabajo a la semana). Recuerdo que mi abuela materna me hablaba de “la semana inglesa”, le parecía el mejor invento del mundo.

Desde la década de 1970 o 1980, esta progresión se estanca, a pesar del continuo aumento de la productividad y aun considerando que la participación de las personas en edad laboral ha aumentado de forma radical, pues son habituales las unidades familiares que han pasado de un trabajador a dos.

Sin embargo, algunas investigaciones antropológicas realizadas durante el siglo pasado sobre los pueblos originales que todavía quedan en el mundo nos dicen que, en esas sociedades, primitivas (según nosotros), la jornada de trabajo semanal es muy inferior. Por ejemplo, en la tribu !Kung (cazadores- recolectores) se estima en dos días y medio a la semana, a razón de 6 horas diarias. Entre las tribus Machiguenga y Kayapo en Brasil, en algo menos de 5 horas al día. Y aquí seguimos nosotros, fichando de 9 a 7.

Creo que el esquema actual no tiene sentido y cada vez tendrá menos. La digitalización significa, en esencia, la automatización de todos los sectores de la economía, pero especialmente en el sector de los servicios, último reducto de alta densidad de empleo humano. Es inevitable que en los próximos años desaparezcan millones de empleos actuales: dependiendo de la fuente, la pérdida podría ser de entre el 25% y el 50% del total de los trabajos existentes en la actualidad. No hay un cuarto sector de la economía al que podamos mover los excedentes de fuerza laboral, como hicimos en las revoluciones económicas anteriores.

Ante la disyuntiva de aumentar la productividad a costa de incrementar aún más el desempleo, creo que lo más razonable es una reducción estructural de la jornada laboral. Así podríamos mantener la cohesión de la sociedad y que la diferencia entre riqueza y pobreza no quede definida por la posesión o no de un puesto de trabajo.

Una alternativa consistiría en el trabajo en jornadas de 6 horas, en una semana de 4 días laborables (24 horas a la semana). Eso significaría una reducción del 40% sobre la duración actual, que neutralizaría el efecto esperado de la automatización respecto del desempleo. Este esquema facilita, además, el trabajo por turnos en todos los sectores de la economía. Una manera de comenzar a introducir esta nueva jornada laboral sería introducirla en la cercanía de la jubilación, por ejemplo 10 años antes. Eso se haría a costa de estirar la vida laboral, quizás hasta los 70 años, lo que, por otra parte, permitiría mantener la solvencia de los modelos de pensiones públicas actuales en buena parte del mundo y en España.

La reducción de la jornada de trabajo no ha significado un menor avance científico o técnico durante el siglo pasado, más bien al contrario. El verdadero éxito sería lograr que, además de reducir el peso de nuestra maldición laboral y la lacra del desempleo, lográsemos usar el tiempo libre para alimentar un renacimiento humanista en nuestra sociedad, aunque eso ya me parece pedir demasiado.

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