Durante todos estos meses de confinamientos, limitaciones y angustia por las sucesivas olas de Covid, condicionados tanto por la emergencia médica como por la económica, es muy humano no pararse a pensar en lo que sí está funcionando. Ustedes lo tienen muy cerca, en el plato literalmente.
Durante esta crisis estamos viendo muchas cosas, buenas y malas. Las últimas, más fáciles de identificar, son especialmente relevantes en los ámbitos básicos dentro de la pirámide de necesidades. En el de la sanidad, ha habido muchas noticias sobre el desabastecimiento de medicinas, de equipos de protección, de respiradores etc. Todos estos productos tienen un factor en común: su producción industrial masiva fuera de la Unión Europea. Para unir el escarnio al oprobio, muchos de ellos, comprados a precios de escándalo, están sujetos a las arbitrariedades más indignantes habidas en mucho tiempo: confiscación de material comprado por España en Turquía, imposición de montañas de regulación adicional de último minuto para la exportación en China, re-direccionamiento de materiales ya comprados a otros países capaces de pagar (aún) más, etc.
Sin embargo, nada de esto sucede en su plato, que si es de sopa, está tranquilo como una balsa. Ello se debe, creo, en gran medida al abastecimiento interno que disfruta España y el conjunto de la Unión Europea. Pero ese gran éxito, tan sutil como desapercibido (así son los verdaderos éxitos), no es fruto de una casualidad, sino de una feliz idea ya incluida en el primer embrión de la historia de la colaboración europea.
La situación en la que nos encontramos obliga a repensar muchos elementos de la organización de nuestra sociedad, desde los más cercanos al ciudadano hasta las superestructuras más lejanas. No es el objeto de este artículo, pero resulta triste ver, por ejemplo, el deleznable desempeño de la ONU, incapaz de sacar adelante una sola resolución o acción relevante para frenar o remedar los efectos de una crisis humanitaria que es, en esencia, global.
Nuestra tantas veces denostada PAC, objeto de agrios debates en cada periodo de aprobación de los presupuestos europeos, nos ha permitido poner el pan en la mesa con una asombrosa regularidad durante el último año. Esta independencia alimentaria nos ha salvado, si no de morir de hambre, al menos de tener que firmar cualquier acuerdo que las potencias excedentarias de alimentos (desde la siempre desinteresada USA hasta la naturalmente bienintencionada Rusia, por ejemplo) quisieran imponernos. Alguien debería explicar a aquel famoso camionero que se bajó de su vehículo para arengar al presidente holandés Rutte que no se diera “ni un duro” de ayuda a España e Italia, que, sin los países meridionales, no sería capaz de acceder de forma rápida y segura a productos hoy básicos, que quizás se convertirían en lujos inalcanzables para su familia.
Como germen de la actual Unión Europea, primero surgieron los acuerdos sectoriales de la CECA y el Euratom como organismos necesarios para coordinar políticas y aportar lo mejor de cada país, creando un bien común. La política agraria común (PAC) surge en 1957, en una Europa occidental todavía en situación de posguerra. La producción agrícola y ganadera había quedado seriamente mermada y el abastecimiento de productos básicos de alimentación era irregular.
El objetivo central de la PAC era asegurar que los ciudadanos dispusieran de un suministro estable de alimentos a precios asequibles. Para eso, se debía garantizar que los países europeos dispusieran de un sector agrario viable mediante subvenciones y cuotas que garantizasen precios suficientes a los agricultores.
El ejemplo de este indiscutible éxito compartido que ha sido la PAC debería ser el espejo en el que se mire la Unión Europea para enfocar más esfuerzos políticos en la identificación y la defensa de sectores estratégicos clave en la seguridad y la calidad de vida de sus ciudadanos. Dos de ellos, por su relevancia y contribución a la seguridad europea, son el farmacéutico y el energético.
En el sector farmacéutico es necesario estar a la cabeza del mundo no solo en investigación, como sin duda están algunas de las empresas europeas. Lograr que esa industria sea en gran medida capaz de abastecer al mercado interno de forma segura y rápida es realmente un objetivo que ha quedado claro a la luz de la crisis del Covid-19.
Otro sector en el que Europa debe autoabastecerse es el sector energético, que ya sufrió un estrangulamiento político en la crisis de 1973, provocado por el uso abusivo de los países de Oriente Medio de un bien imprescindible. La Unión debe priorizar entre sus objetivos lograr una transición energética hacia un futuro sostenible por motivos medioambientales, pero debe hacerlo también para lograr satisfacer las necesidades energéticas, que hoy se cubren con energía fósil importada y muy sensible a un manejo político abusivo.
Permítanme terminar proponiendo un aggiornamiento del lema de la Unión Europea, que es “Unida en la diversidad” (en latín, In varietate concordia). Quizás debería ser más parecido al lema de Bélgica: «L’Union Fait la Force».
Un interesante corolario es que el Reino Unido (que debe importar buena parte de sus alimentos para sobrevivir y ya está fuera de la Unión y de la PAC contra la que tanto luchó) puede sufrir, dentro de no demasiado tiempo, falta de abastecimiento de alimentos a precios razonables. Además, la Unión cada vez estará menos dispuesta a cambiárselos por su fuente de energía, antes imprescindible: el petróleo del Mar del Norte. Qué frío va a hacer en Europa fuera de la Unión.