Un país de Kelis, jornaleros y camareros a mucha honra

Un país de Kelis, jornaleros y camareros a mucha honra

A alguno le puede parecer una boutade, pero sinceramente creo que no lo es. Asisto, perplejo, a la repetición, cual jaculatoria empleada por políticos y economistas de todo signo y en todo gobierno, de que “tenemos que cambiar el modelo económico” de España. Esa sí que es una verdadera boutade. Especialmente cuando, después de esa afirmación, no suele venir más que un silencio acusador ante la pregunta de cómo llevar a cabo esa alquímica transmutación laboral, que va a convertir a un país con una tasa de abandono escolar del 30% (aproximadamente) en un país líder en sectores económicos punteros. Como mucho, algún político dice algo, pero siempre acaba rimando sospechosamente con la palabra “subvención”.

La alternativa industrial es altamente cuestionable, a la luz de los resultados pasados. No hay más que mirar a la historia reciente, al modelo de desarrollismo impulsado desde los sesenta, que tuvo un final abrupto en la incorporación de España en la Comunidad Económica Europea y nos obligó a mirarnos al espejo de la realidad. Gran parte de los sectores de la industria pesada que se habían creado endogámicamente eran insostenibles y murieron de incompetencia, sindicalización e indolencia: naval, minero y acero por mencionar algunos.

Un gran ejemplo es aquella escena de la película “Los Lunes al sol” de Fernando León de Aranoa, cuando los protagonistas cruzan en barca la Ría de Vigo. Tosar le decía a Bardem (vaya pareja) “el astillero era rentable”. Se me revuelve el estómago. La gente prefiere creer cualquier cosa antes que ver la realidad. El astillero era rentable… ¡Por eso se cerró, claro! En definitiva, la industria pesada requiere de una gran disponibilidad de capital y ventajas como la cercanía a grandes mercados o materias primas y/o energía muy barata. De ninguna de estas cosas dispone España.

En los sectores de alto contenido tecnológico, hoy en día casi sinónimos de capacidades digitales, los resultados no son malos, pero tampoco tenemos muchas de las habilidades necesarias para competir con los países más avanzados del mundo. Prácticamente, un axioma de la economía digital es su globalidad, de modo que una competencia directa con los EE.UU. es difícilmente concebible.

Este somero chequeo de la realidad, no puede ocultarnos, sin embargo, que existen una serie de sectores en los que España tiene una ventaja competitiva real y en los que creo que tiene mucho sentido centrarse: turismo, agricultura de alto valor añadido y cercana a los mercados europeos, proximidad física y cultural con Hispanoamérica y energías renovables.

Para los tres primeros se requiere un uso extensivo de masas laborales que he querido sintetizar como “kelis, camareros y jornaleros” (todo con sus correspondientes arrobas, no me malinterpreten). Estos sectores son, al contrario de lo que piensa mucha gente, una bendición. Requieren una amplia oferta de mano de obra que puede tener una limitada o anticuada educación y, sobre todo, son extremadamente resilientes ante la digitalización, lo que es un enorme seguro de vida en comparación con otros países. Creo que es más sencillo dar un trabajo digno, con una buena cobertura social, a un ciudadano que cuenta con una limitada o anticuada educación que tratar de convertirlo en un trabajador de un sector tecnológico puntero.

Aceptemos nuestra condena, pero no cual criminales endurecidos, sino con espíritu de enmienda, y aprovechemos lo que es una gran noticia: tenemos unos sectores que, adecuadamente protegidos y cultivados, pueden alimentarnos económicamente durante generaciones.

Para ello es necesario contribuir con fondos públicos que aseguren, por ejemplo, que nuestras aerolíneas continúen trayendo turistas; invertir en infraestructuras para poner naranjas fresquísimas en Zürich en 48 horas desde la recogida (a muchos euros el kilo, si es posible, porque los pueden pagar); disponer de una oferta de salud de gran calidad para los visitantes y residentes extranjeros; dotar de seguridad física y de limpieza ejemplar a nuestras calles, así como depurar las playas; y, por supuesto, conservar nuestro excelente equipamiento cultural para atraer a los ciudadanos europeos y del resto del mundo, dispuestos a pagar para disfrutar de él. Lo demás son pamplinas.

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