De Cádiz a Moncloa

De Cádiz a Moncloa

El 19 de marzo de 1812 se promulgó la Constitución Política de la Monarquía Española, más conocida como la Constitución de Cádiz, o La Pepa. Fue la primera constitución aprobada en España. De corte liberal, y aunque sólo estuvo en vigor dos años, esta ley estableció algunos de los principios rectores que regirían nuestro país durante los siguientes doscientos años. Empezando por el de la soberanía nacional.

En el primer capítulo, la Constitución de Cádiz define a España como la “reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Jose Luis Comellas lo explica muy bien en su libro sobre el siglo XIX: “España son los españoles, y no precisamente un territorio. Es tal la primera ocasión en que los naturales son contemplados no como habitantes de un país o súbditos de un monarca, sino como un pueblo con conciencia de sí mismo.” [1]

Podríamos decir que España se marcaba a sí misma un camino de modernidad y desarrollo. Por desgracia, ni las circunstancias acompañaron, ni los llamados a gestionarlas estuvieron a la altura del reto. Por un lado, la Guerra de la Independencia, devastadora como tantas y cruel como pocas nos arruinó política, social y económicamente. Por otro lado, la polarización de los gobernantes, empezando por el rey, más preocupado de vengar afrentas que de reconstruir un país arruinado, no entendieron el trance dramático en el que se encontraba nuestro país.

Lo que viene después es la trágica historia contemporánea de España. Sangrantes guerras carlistas, ruinosas guerras cantonalistas, fatal corrupción política, absoluta pérdida de relevancia internacional, dictaduras, y una Guerra Civil, la de 1936, que si bien fue una continuación de las guerras carlistas con influjo internacional, derivó en una nueva ruina nacional, como lo había sido la Guerra de la Independencia.

Pero esto no es único de nuestro país. Desde la Revolución Francesa el mundo está plagado de ejemplos de autodestrucción como los mencionados para España. El Romanticismo hizo estragos, como también el colonialismo, los nacionalismos y el comunismo. Cada uno de estos “-ismos” se convirtieron en palos en las ruedas del progreso de la humanidad. Aun así, nadie puede negar que los últimos doscientos años han traído el mayor avance económico y tecnológico de toda nuestra Historia. No obstante, no todas las naciones han evolucionado de la misma manera. Muchas son las claves de esta prosperidad “selectiva”, y no pretendo ser exhaustivo, pero una de ellas es, sin duda, las decisiones que toman los gobernantes en los momentos críticos.

Desde la Constitución de Cádiz, han pasado varios trenes por nuestra “Estación Nacional”. El primero de ellos el Congreso de Viena de 1814, en el cual perdimos la oportunidad de sumarnos a las corrientes de reconstrucción europea tras las guerras napoleónicas. En aquel momento, tan sólo dos años después de la Constitución de Cádiz, España prefería mirar atrás.

El caso más flagrante de tren perdido es quizá el de la Segunda República. Como toda transición política fue frágil al comienzo, pero contaba con un pilar básico en estos casos: la cabeza del régimen anterior (el rey Alfonso XIII) aceptó y facilitó el cambio. Sin embargo, otra vez fueron los gestores de este cambio los que no supieron estar a la altura. El golpe de estado del PSOE en 1934, tres años después de nacer la República, fue la chispa que necesitaban falangistas y comunistas para dinamitar el Proyecto. La Guerra Civil sólo podía acabar en otra dictadura para España, en un momento en el que las grandes potencias del momento se subían al tren de la Democracia.

¡Y no volvió a pasar un tren hasta 1975! Tras casi doscientos años de llegar tarde, se presentaba una nueva oportunidad. Quizá porque el retraso institucional y económico era evidente, quizá porque lo gestionaron personas con miras superiores, o quizá por una combinación de factores… el caso es que en esta ocasión España se subió al tren. Hoy puede parecer que ese ferrocarril era más fácil de coger que los anteriores, y, sin embargo, era tan difícil o más.

El régimen franquista, aunque debilitado, había creado unas estructuras institucionales sólidas y bien vertebradas a nivel nacional que le permitían controlar todos los mecanismos de gobierno. El terrorismo era una amenaza constante a la democracia. Tras décadas de protagonismo político, el ejército había quedado relegado a un rol de subordinación al poder civil, agravado a la pérdida de moral debida a la guerra en el Sáhara. Por último, y no menos importante, el mundo transitaba por una crisis económica sin precedentes (la del petróleo) que, evidentemente, afectaba a España.

Bajo estas circunstancias se fraguó la Transición de 1975. En esta situación dramática se redactó la Constitución de 1978. Igual que La Pepa, que se promulgó mientras caían bombas francesas sobre la ciudad de Cádiz, la del ‘78 se votó en referéndum en una situación de extrema fragilidad. Muchos fueron los momentos críticos y en múltiples ocasiones pudo haber volado por los aires el proyecto. El Golpe de Estado de 1981 sólo fue el último de una consecución de eventos que durante seis largos años amenazaron con dinamitarlo.

¡Y lo conseguimos! Después de cuarenta y cinco años podemos decir que aquello fue un éxito. En primer lugar de los españoles. Consciente o inconscientemente, los ciudadanos hicieron lo que había que hacer en cada momento. Cuando murió Franco, todos fueron a velar su cuerpo (imagino que unos por pena y otros por alegría, pero todos fueron). Cuando había que mantener la cabeza fría ante el terrorismo, se mantuvo. Cuando había que votar, se votó. Y, lo más importante, cuando hubo que perdonar, se perdonó. Haciendo nuestra la bíblica frase de “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”, todos perdonaron. En Cádiz, con la Constitución, nacieron también las dos Españas. Un veneno con efectos de larga duración. En Moncloa, con la Constitución, se reconciliaron.

En segundo lugar, la Transición la hicieron posible franquistas y comunistas. Sólo los franquistas podían autodisolverse, renunciar a sus principios y facilitar el cambio. Y esto lo hicieron en un hecho sin precedentes, cuando decidieron pasar “de la ley a la ley”. Pero sólo los comunistas podían aceptar unas reglas de juego que minaba sus principios más básicos (libertad de mercado, propiedad privada, etc.). Y no había nadie más en el juego político.

La Constitución de 1978 inauguró el mayor periodo de prosperidad de nuestra Historia Contemporánea, sin lugar a dudas. Muchas son las claves del éxito. ¿Argumentos para denostarlo? Ninguno. Sólo el resentimiento, el populismo, la escasez de miras o la incapacidad política puede llevar a alguien a no verlo. Por supuesto que existen lagunas y escollos. El principal en mi opinión: la vertebración del Estado, las autonomías. Sin embargo, no podemos dejar que la manipulación de unos pocos, los discursos populistas o las propuestas de los que sólo ganan cuando todos pierden, nos bajen de este tren al que tanto nos ha costado subir.

[1] Comellas, J. L., Sisniega, L. P., & Ortiz, A. D. (2017). Historia de España en el siglo XIX. Ediciones Rialp.

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