No se alarme el lector, el título es adrede, no existe errata alguna. Tampoco caiga en equívoco con el asunto: el presente artículo no versa acerca sobre ninguna novela de Asimov o Clarke, ni de Terminator, y menos aún de los rumores del misterioso ejército de cíborgs al servicio de George Soros y Bill Gates. Nada más lejos de la realidad. La presente filípica no trata sobre ninguna revolución robótica que pueda poner en riesgo la supervivencia de la Humanidad; empero, no se confíe el lector, pues el asunto central y en particular, el personaje sobre el que profundiza, pueden resultar más peligrosos para el devenir de la civilización que cualquier sublevación de los humanoides, invasión extraterrestre, cataclismo global o irrupción repentina de cualquier monstruo antediluviano de las historias de Lovecraft. Los especímenes sobre los que pretendo llamar la atención no portan armas láser ni estrafalarios ropajes futuristas al estilo de Locomía, y aunque a veces no lo parezca por el aura divina que les suele rodear, son tan humanos como Usted y como yo.
Estos curiosos personajes están hoy presentes en todos los ámbitos: organizaciones, empresas, instituciones, gobiernos, sociedad civil… Nadie se libra del inagotable rastro que dejan en los medios, pese a que su trabajo suele estar más “a la sombra”, como se solía decir antaño. Abundan por todas partes, y aunque ni se hayan constituido en gremio ni vistan de uniforme, suele ser norma común que porten abundantes gadgets (de Apple, por supuesto), impartan seminarios sobre liderazgo, metodologías o eso que llaman “inteligencia emocional”, entre otras materias etéreas, y que acostumbren a llevar bajo la manga alguna cita de Churchill, Mandela o Paulo Coelho; como buenos palafreneros, pululan siempre cerca del superior o mandante, siempre preparados para soltarle al oído la infinita cantinela:
– Jefe, somos unos máquinas.
Me estoy refiriendo a los (nuevos) comunicadores, a esta incipiente casta cuya labor se basa en vender un producto, servicio, argumento o relato. Por emplear la referida cita al uso, me atrevo a bautizarles como “máquinas” (no tanto por el significado de la expresión, sino por el tipo de ambiente en que se emplea). Su tarea pasa por dulcificar lo indigerible, hacer bonito lo feo, construir relatos o argumentarios. Javier Marías se ha referido recientemente (si bien indirectamente, mutatis mutandis) a ellos como philistines, desentendidos del saber, que buscan riqueza y rédito material por encima de lo demás.
Su alma mater podría ser algún referente del tipo Iván Redondo. En esta nueva categoría de individuos que pueblan las organizaciones abundan máquinas de variada índole: advenedizos de la disciplina de los recursos humanos (o de los humanos recursos, como los llama algún iluminado); influencers y demás tribus de la jungla de las redes sociales; neófitos del marketing y aprendices de la aciaga escuela de Mr. Wonderful, cuya tarea pasa por lematizar y sacar eslóganes del tipo “confía en ti mismo”, “sigamos avanzando juntos” y rollos del estilo; mediáticos pseudointelectuales y diletantes de las formas del Profesor Keating de “El club de los poetas muertos”; furibundos opinadores y televisivos periodistas que hacen de turiferarios del argumentario del partido político que les paga; excelsos vendedores de humo dignos de ser emplumados como en el Salvaje Oeste, sin olvidar a aquellas legiones de abrazafarolas -interesante término en desuso, que suele confundirse con el de cierrabares-, aduladores, especialistas versados en el antiguo y excelso arte del jijiji-jajaja, maestros de la disciplina del Ctrl C + Ctrl V, y demás chisgarabises cuya retórica se limita a emplear hasta el hartazgo palabras y expresiones como “disrupción”, “transversal”, “empoderar”, “sostenible”, “cambio de paradigma”….
Ojo, no se tome esto como un ataque a los profesionales de la comunicación, ni de ninguna de las disciplinas citadas (en especial la de los abrazafarolas, cuya técnica milenaria bien merece un estudio serio). Lo que ocurre es que, en la vorágine actual de (des)información, la cosa se les ha ido de las manos, han estirado hasta los límites del exceso (y del insulto) aquel axioma de Marshall McLuhan que consagraba que “el medio es el mensaje” (bien podrían rebautizarlo como “el mensaje es el producto”) y quizá por dejar la ética aparcada en un polvoriento baúl olvidado, han caído en el error (o acierto, según se mire, pues no deja de ser su trabajo) de preponderar lo accesorio por encima de lo principal, de anteponer el continente sobre el contenido.
Los ámbitos de la política y del periodismo han sido los más afectados por estas circunstancias, sin dejar de lado a las empresas y la sociedad en general. Hoy la ciudadanía asiste impertérrita, atónita, a la reducción de la seriedad y la formalidad a cambio de insultantes funciones teatrales orquestadas por algún “experto” en comunicación, pues, detrás de todo acto institucional o empresarial hay un máquina que decide qué estrategia seguir para manipular o colársela al individuo, comprador, usuario o votante. Expongo tres ejemplos mediáticos recientes obra de máquinas, de diferentes ámbitos, que demuestran el nivel alcanzado, y que de una manera u otra influyen o acabarán influyendo en la esfera individual del habitante: 1) La portavocía de la agenda mundial en la lucha contra el cambio climático dejada en manos de una irascible adolescente nórdica rica (algo preferible a escuchar a los científicos, que suelen ser gente muy aburrida); 2) En plena pandemia, un presidente del Gobierno que se toma la libertad de parar el país un sábado al mediodía para soltar en rueda de prensa que se decreta una “hibernación económica” (así, sin más, ¿para qué dar detalles o presentar una norma oficial?; que los quejosos abogados se suban por las paredes a las doce menos cuarto del domingo siguiente, a la espera de un BOE que no llega, para poder comunicar a sus clientes si pueden abrir su empresa o trabajar el lunes); 3) La reciente performance con cámaras de televisión de por medio, en torno a la entrega de las llaves de un conflictivo pazo gallego, por parte de la Juez que ha conocido del asunto (a sabiendas de que la sentencia ha sido recurrida) a la Abogada del Estado (para que luego digan los agoreros de la división de poderes).
Seamos sinceros: en la sociedad de hoy, no abundan los excéntricos ni aquellos irritadores que, en un esfuerzo intelectual, prefieren dar un paso más allá de las verdades oficiales, contrastar aquello que les intentan colar, o tener la capacidad de saber cuándo les están dando gato por liebre. En la actualidad, el hombre medio prefiere el visionado de un burdo vídeo producto del storytelling, la lectura de 140 caracteres de un tuit, o tragarse un argumentario (el famoso relato) de algún periodista subvencionado en lugar de informarse por sí mismo a través de algún libro, trabajo, ponencia o informe de un perito o experto versado profesional en la materia (y no digamos ya una sentencia judicial). De hecho, en los casos en que el cuento está puesto en duda, resulta más asequible tragarse el mensaje cuando los informadores tiran de ese genial recurso que nunca falla del “dicen los expertos”, al estilo de la centenaria etiqueta del Anís del Mono (“es el mejor, la ciencia lo dijo”); es más, se ha llegado a un punto en que, en ausencia un experto-que-diga-lo-que-yo-quiero-que-diga, siempre pueden inventarse un Miguel Lacambra.
La situación es especialmente alarmante en lo que se refiere a la influencia sobre las nuevas generaciones de este escenario de desinformación y de venta de humo constante, en especial en el ámbito de la educación. Gregorio Luri y Carmen Posadas, han llamado la atención del asunto en recientes artículos, incidiendo en que los niños de hoy día, expuestos al bombardeo de los subproductos y de la basura inoculada a través de las redes sociales, ya no quieren ser científicos, arquitectos, profesores, sino influencers, youtubers, tiktokers, copywriter (¿qué c… será eso de un copywriter?). El acabose es Tik-Tok, mero instrumento de consumo de contenido vacuo, símbolo de la bobada sistematizada.
Es indiscutible que la relación entre comunicación y verdad cada vez está más cogida con alfileres. En las organizaciones se premia a los pelotas y a los serviles (esas cortes corporativas que denomina Xavier Marcet) mientras se defenestra a los cenizos -su imprescindibilidad en las entidades bien merece un artículo aparte-, y es que la lógica pragmática no deja lugar a dudas: a nadie le gusta que le digan aquello que no quiere oír. Esta circunstancia configura el caldo de cultivo idóneo para la anulación de la verdad y la consiguiente rebelión de los máquinas. Parafraseando a Ortega y Gasset en su diatriba contra los hombres de ciencia (a quienes consideraba el prototipo de hombres masa en su crítica al “especialismo”), “significan el más claro y preciso ejemplo de cómo la civilización del último siglo, abandonada a su propia inclinación, ha producido este rebrote de primitivismo y barbarie”. Es posible que todo sea consecuencia de haber caído víctimas del derecho a la vulgaridad del que alertaba el filósofo hace cien años, pues también señalaba que “con más medios, más saber, más técnicas que nunca, resulta que el mundo actual va como el más desdichado que haya habido: puramente a la deriva”. Quizá por eso decía que las únicas ideas verdaderas eran las ideas de los náufragos. Es una realidad que cada vez quedan menos voces que clamen en el desierto (y las que aguantan no se escuchan, o, en terminología máquina, no tienen visibilidad) por una vuelta a los otrora valores de la lucidez. Pues, ¿dónde han quedado el esfuerzo intelectual, el afán por la curiosidad, el espíritu crítico? ¿dónde ha quedado el apego por la cultura y la virtud del silencio? ¿dónde la búsqueda de la verdad, de la belleza (pues “la belleza es la verdad, la verdad es belleza”, como finalizaba Keats su “Oda a una urna griega”)? ¿Tan bajo hemos caído como civilización que no hallamos un asidero que nos libre del borreguil sometimiento a la vulgaridad, los juegos de artificio y lo kitsch?
No quisiera incitar a la rendición antes de librar batalla, aunque confieso que el discurso del presente artículo, como diría Roger Scruton, proscribe el duelo, pero admite la pérdida. Desde esta humilde columna de esta pequeña comunidad de resistentes (que no “resilientes”, cuídense del vocabulario máquina), les invito a que no se dejen engañar, y que no olviden que el mensaje es algo accesorio a lo fundamental. Y es que, por mucho anuncio sentimentaloide de cierta empresa cárnica que busque tocar la fibra sensible y apelar al espíritu navideño, su pechuga de pavo sigue teniendo sólo un 60% de pavo (afortunadamente, aún existe gente con el funesto hábito de leer los ingredientes de los productos cuando va al supermercado).