¿Devolvemos Europa al Líbano?

¿Devolvemos Europa al Líbano?

Algo tendrán los mitos cuando perduran. De entre ellos pocos han sido tan recordados, comentados y objeto de expresión artística como el de aquella hermosa (y, además, “de rubia cabellera”, aunque no sabemos si de 1,80) princesa fenicia que un día paseaba con sus amigas por la orilla del Mediterráneo, en las costas del actual Líbano, cuando se acercó, admirada, a un espléndido ejemplar “ensabanao” (o, según otros, albahio o jabonero, capas de color más o menos blanco según el riquísimo lenguaje taurino) que pastaba en un prado de las cercanías.

Europa, que así se llamaba la princesa, nunca sospechó que su candoroso acercamiento al toro iba a cambiar para siempre el curso de la civilización occidental. De su rapto se hicieron eco los poetas y escritores griegos, desde el inicio de la escritura, a la vez que la historia de la princesa que voló a lomos de Zeus, convertido en toro, con destino a Creta (donde desposaría a Asterión, el rey de los cretenses, y daría a luz a tres hijos, Minos, Sarpedón y Radamantis) figura en los vasos y ánforas más antiguas y, por supuesto, en los mosaicos griegos y romanos. Precisamente la cara de la princesa que brilla en una de las cráteras de la colección del Louvre –con el toro a sus pies- quedará impresa, a partir de mayo del 2013 y si Draghi no lo remedia, en la nueva serie de billetes de euro que parecen condensar hoy, desgraciadamente, todo lo que nos queda de identidad común europea.

En el canto XIV de la Ilíada (y nos encontramos aún en el siglo VIII antes de nuestra era) Homero ya pone en boca de Zeus el recuerdo de su pasión por “la celebrada hija de Félix, que fue madre de Minos y de Radamantis”. Y los textos ulteriores dan fe de que la leyenda de nuestra princesa se repetía al menos desde Hesíodo. De nada valió que Herodoto, a fin de cuentas historiador antes que transmisor de mitos, tratara de despojar al relato de su belleza y lo transformara en un simple ajuste de cuentas entre piratas mediterráneos: “[…] ciertos griegos (serían a la cuenta los cretenses, puesto que no saben decirnos su nombre), habiendo arribado a Tiro en las costas de Fenicia, arrebataron a aquel príncipe una hija, por nombre Europa, pagando a los Fenicios la injuria recibida con otra equivalente”. El mito, sin embargo, pervivió y pervive.

La escena nunca dejó de inspirar a los pintores y difícilmente podemos sustraernos a su influjo turbador cuando observamos cómo la imaginó Rembrandt en su famoso óleo (se encuentra en el museo J.Paul Getty) o, más cerca de nosotros, cómo Tiziano la plasmó por encargo de Felipe II, obra expuesta hoy en Boston de la que Rubens hizo en 1628 la copia que podemos admirar en el Prado. Y se ha mantenido en la poesía de todos los tiempos, como muestra el inicio de las Soledades de Góngora: “era del año la estación florida / en que el mentido robador de Europa / media Luna las armas de su frente / y el Sol todos los rayos de su pelo […]”

¿Por qué el mito de la princesa raptada por Zeus ha conservado intacto su poder de atracción? Sin duda porque, como todos ellos, apela a nuestros orígenes y nos revela de nosotros mismos más de lo creemos saber. El relato mezcla la intervención divina con la seducción y el engaño, unidos a la belleza de la mujer cuya descendencia, por la vía de los cretenses, señores del Egeo, se extenderá a lo largo del continente.

Las interpretaciones del mito se han repetido a lo largo de la historia, desde las más sofisticadas (significaría en realidad la exportación del alfabeto fenicio hacia las islas griegas) hasta las más simplistas o interesadas (un conocido político español denunciaba hace pocos días el “rapto de Europa por la derecha”, y no son pocos los periódicos helenos que sustituyen al toro por la troika comunitaria). Entre nosotros quizás haya sido Luis Díez del Corral quien, al escribir en 1954 El rapto de Europa. Una interpretación histórica de nuestro tiempo, mejor haya sabido descifrarlo.

¿Deberíamos hoy devolver Europa al Líbano? O, desde otra perspectiva, ¿volvería a su tierra la princesa rubia, si le fuera permitido abandonar Creta? Aunque alguien llegó a sostener que, contra la aparente impresión inicial, en realidad la princesa estaba cansada de la aburrida vida en Tiro y quería cambiar de horizontes, al precio que fuera, la mayoría de las fuentes nos hablan de sus lágrimas y alguna de su añoranza de la casa paterna. Aun así, la pregunta tiene su sentido: ¿ha perdido Europa los rasgos iniciales que surgieron de la unión entre lo sagrado (Zeus) y la belleza fenicia? ¿Debemos considerar que aquella unión, y sus consecuencias históricas, carecen ya de sentido?

Posiblemente la respuesta podamos hallarla en lo que hace casi dos mil años significaba Europa y que a veces olvidan tantos y tantos, incluidos quienes acuden periódicamente al edificio Iustus Lipsius, sede del Consejo de la Unión Europea (por cierto, ¿qué diría el gran humanista de Lovaina, admirador de Séneca, si pudiese asistir a sus reuniones?).

Nada mejor que leer lo que Plinio el Viejo (fallecido cuando se dirigía a contemplar la erupción del Vesubio en el año 79 d.C) afirmaba al comienzo del tercer libro de su Naturalis Historia sobre Europa, la «más hermosa de las tierras”. Y aunque referidas a Italia, en aquel momento verdadero centro del mundo occidental, sus palabras eran extensibles a la Europa que él conocía y describe: «[…] madre de todo el mundo, elegida por voluntad de los dioses para hacer el cielo más luminoso, congregar imperios esparcidos, suavizar las costumbres, llevar al comercio de la lengua a gentes de hablas tan diferentes y salvajes, dar humanidad a los hombres (humanitatem homini daret) y, en una palabra, convertirse en la patria de todas las gentes del universo orbe”.

Si Europa renuncia a estas cualidades sustanciales, y diferenciales, que Plinio así describió, quizás no habría que descartar su retorno al Líbano. Abandonada la pretensión de “congregar imperios [léase naciones] esparcidos”, la vuelta a las playas de Tiro de la princesa raptada posiblemente dejaría al continente en aquella misma situación, previa a su llegada a Creta, de división y contiendas entre gentes de “hablas tan diferentes y salvajes”, de rudas costumbres y carencia de humanidad. De hecho, en el siglo XX –y en otros anteriores- no han faltado períodos trágicos en que así ha sucedido. Durante ellos el cielo bajo el que vivía Europa no tuvo la claridad que el designio de los dioses había proyectado y, por el contrario, se tornó amenazador, oscuro, inquietante.

La princesa, llegada a Creta contra su voluntad o de grado, nos trajo sobre todo las nociones de humanidad y de patria común. La luminosidad del cielo a la que se refería Plinio no era tanto la meteorológica sino el resplandor de la civilización europea, asentada en una concepción elevada de los hombres y de su comunidad política. Y sus preocupaciones mayores no eran precisamente la economía, ni los productos interiores, brutos o netos, ni los agregados monetarios ni la competitividad o las balanzas de pagos. Lo que en aquellos tiempos legendarios arribó a Creta, y desde allí se extendió por el Egeo hasta el continente, era una concepción del mundo que, venida a lomos del padre de los dioses, proponía hacer más humanos a los hombres.

Si de lo que se trata ahora es de mantener a los europeos atados a sus intereses inmediatos o de que subsistan como meros números, intercambiables, de un entramado productivo que compita con los chinos, quizás la bella princesa podría plantearse abandonar Creta (a fin de cuentas hoy casi un land más de la Bundes Republik) y volver o bien a las playas de las que salió o bien a cualquier otro resort turístico del Club Mediterranée. Y pasaría inadvertida, a buen seguro, mezclada entre los pasajeros llegados en el último vuelo low cost.

Coda para iniciados

Paradojas y casualidades de la historia. Siglos después de la aparición del mito, desde la misma costa fenicia cercana a Tiro (esta en vez en Sidón) por la que paseaba la princesa rubia cuando Zeus se prendó de sus encantos, zarpó una nave que al cabo arribaría a Creta llevando, forzado et in vinculis, a un ciudadano romano, oriundo de Cilicia y judío de nación. Pablo de Tarso, que este era su nombre, había invocado ante el rey Agrippa y el gobernador de Judea Porcio Festo su condición de cives para apelar al César a fin de que oyera su causa. De su viaje dan noticia fidedigna las Actae Apostolorum.

Pablo de Tarso era un hombre de letras (Festo le reprochaba precisamente que “tus muchas letras te han vuelto loco”) y sin duda conocía los mitos griegos, como demostró ante los atenienses. ¿Pensaría en algún momento de aquella travesía, desde la fenicia Sidón a la griega Creta, que surcaba el mismo mar y llegaba a la misma isla que había dado origen a Europa? La Europa cuyas raíces contribuiría él mismo a afirmar sólidamente mediante la difusión del mensaje que había recibido y que marcaría de modo indeleble los siglos ulteriores de la cultura y la civilización europeas.

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