El cowboy de Belfast camina por Fontiveros

El cowboy de Belfast camina por Fontiveros

La primera vez que escuché a Van Morrison tenía 19 años. Recuerdo todavía el momento con claridad; medio tumbado en el sofá de la casa de un amigo en Barcelona, intentábamos pasar el nerviosismo previo de la noche anterior a un examen de Derecho Constitucional y el mejor remedio que se nos ocurrió fue una película. El objetivo era conseguir, en lenguaje vulgar, que nuestra actividad cerebral estuviera bajo mínimos. Tras una pequeña deliberación la elegida fue una de Scorsese, que nos aseguraba una buena ración de mafiosos y palabrotas. Fue entonces cuando escuché su voz por primera vez. Sonaba de manera lejana, al menos al principio, sirviendo de trasfondo a una escena romántica, para acabar en un crescendo donde los acordes de la Comfortably Numb de Pink Floyd eran interpretados de manera magistral por el Cowboy de Belfast.

George Ivan Morrison no es el cantautor más conocido de su época, al menos para el gran público. Seguramente en maestría como letrista le supera Dylan –cuasi apóstol de la génesis del rock and roll – y lucha por estar a la altura de Leonard Cohen. En composición musical son varios los que le llevan ventaja, entre ellos Springsteen, Clapton o el grupo Creedence Clearwater Revival, por citar algunos. En España su nombre no ha sido muy oído fuera de los círculos musicales más avezados y el adolescente medio –principal víctima y destinatario de la mal llamada industria musical- sólo lo conocerá si ha tenido la suerte de que algún pariente, de esos de pelo blanco que todos tenemos, le haya introducido en las maravillas de su música. Y son curiosamente los españoles quienes mejor deberían conocerlo, aunque sólo sea porque una de las fuentes que han inspirado su arte descansa en los versos de nuestro más grande poeta –no lo digo yo, que lo dice el maestro Borges- nuestro querido fraile de Fontiveros, San Juan de la Cruz.

A primera viste parecería desmedido establecer un nexo tan directo entre el cantante de rock and roll, hijo de un electricista de los fríos astilleros de Belfast, y el místico español del siglo XVI; a mí todavía me lo parece a ratos. Pero influencias más raras se han visto. Si los hermanos Cohen son capaces de llevar a Ulises a la Alabama del KKK en los años veinte, o Marc Twain de colocar a un yankee en medio de las leyendas artúricas, ¿por qué negar la existencia de tales influencias? La teoría del subconsciente colectivo -¡Jüng se regocija de aparecer!- tiene aquí importantes manifestaciones.

Pese a todo, constatar una relación inmediata de maestro y discípulo es acaso terreno vedado, salvo para eruditos de la literatura mística del Siglo de Oro que tengan un paladar experto en desentrañar el lenguaje musical de la generación de Woodstock. No creo que abunden seres de esta clase en las colas del Mercadona; yo al menos no he visto ninguno.

A un oído inexperto, las letras y la música de Van Morrison le suelen recordar estampas de una infancia ya perdida y amores olvidados. Es música de claros orígenes folk que los españoles identificamos, en un primer impulso, con la tradición americana. Recuerdo que un amigo la llamaba la “música triste de póker” porque la usábamos como trasfondo de nuestras partidas, completando el paisaje de las nubes de humo de los puros y el olor del whisky barato provisto para la ocasión. ¡Algún día habrá quien nos acuse de recrear un tugurio del Greenwich Village en plena Feria de Abril!

Tuvieron que pasar cuatro años, muchos viajes a las tiendas de música y bastantes horas de insomnio estudiantil para descubrir tan profunda interacción. El disco Avalon Sunset contiene una versión alterada por el propio Morrison del inmortal himno gospel “When The Saints Go Marching In”. En esa canción, entre los susurrantes gemidos del saxofón, cuando nuestro héroe expresa –alguno, con razón, dirá que más bien implora- su deseo de caminar el Día del Juicio entre los santos, por primera aparece nuestro ilustre fraile, al ser él quien precede tan celestial comitiva. Los días siguientes me encontraba dándole vueltas al asunto y los ratos libres que me dejaban las horas de estudio dedicadas a los contratos de titulación de activos y al normativismo jurídico kelseniano los pasaba tarareando las primeras estrofas de la canción. ¿Qué pintaba allí San Juan de la Cruz? Para mi regocijo había descubierto el traslucir de la poesía temprana de Coleridge y los modernos versos de Yeats en canciones como “The Healing Game” o “River of Time” tras un par de audiciones. Incluso había conseguido vislumbrar ciertas reminiscencias a la poesía de Seamus Heany en las letras de “Saint Dominic Preview”. Pero la mención a nuestro místico me seguía suponiendo todo un enigma.

Desesperado como estaba por encontrar la pieza del rompecabezas, decidí desempolvar las compilaciones de versos de San Juan de la Cruz que había utilizado en el colegio, y ya de paso adquirir alguna nueva. Me sumergí de lleno en el mundo artístico del místico estudiando los libros que le inspiraron; lo que hizo a su vez necesaria una minuciosa relectura del Cantar de los Cantares –recientemente oí decir a un profesor de literatura que no había encontrado mejor lamento del amor encendido-. Siguiendo además el consejo de un mentor poético, consulté los autores a quienes el santo había influenciado. Los poemas de García Lorca y Borges pidieron paso entonces. Incluso me fue oportuno escuchar la música de admiradores confesos del de Fontiveros, como Sting y alguna canción de U2. En todos ellos reconocía ciertos elementos comunes con mi músico: algunas evocaciones de tono místico y sobre todo una fuerte presencia de la noción de coexistencia, o mejor dicho de interacción, entre el amor profano y el divino. Los versos de Blake “And all must love the human form,/ In heathen, turk or jew;/ Where Mercy, Love, & Pity dwell/ There God is dwelling too” resonaban una y otra vez.

La clave, el click, la solución o lo que fuese apareció de improviso. Utilizando términos de mi indigesto derecho penal, lo hizo con nocturnidad y alevosía. En la duermevela de una veraniega noche sevillana, treinta grados a la sombra y treinta y dos a la luz de las farolas, mientras escuchaba el inmortal disco “Astral Weeks” lo entendí. Más que entender, el termino preciso sería percibir. De manera sutil pero clara comprendí que algunas de sus principales canciones como “In The Garden” o “Into the Mystic” eran una auténtica y respetuosa réplica al “Cántico Espiritual” o a la “Llama de Amor Viva”. Algunas estrofas de “In the Garden” no dejaban lugar a dudas: “And you went into a trance/ Your childlike vision became so fine/ And we heard the bells within the church we love so much/ And felt the presence of the youth of eternal summers/ In the Garden.”

Como poeta, San Juan de la Cruz consigue condensar en pocos versos la espiritualidad más elevada y envolverla en la completa metáfora del amor perdido y encontrado. Son pocos los autores que se hayan acercado a un misticismo comparable al suyo. “Noche oscura” es un claro ejemplo de perfección del lenguaje castellano, utilización de la alegoría y profundidad de pensamientos. San Juan de la Cruz consigue crear lo que otros siempre intentaron hallar: un lenguaje poético totalmente personal. Sus estrofas nos acercan a la imagen de la eterna búsqueda del alma: “En la noche dichosa,/ en secreto, que nadie me veía,/ ni yo miraba cosa,/sin otra luz y guía/ sino la que en el corazón ardía”. Es la introspección que culmina en el hallazgo del Amado; no un simple Hacedor Ilustrado, sino un creador que ama su creación, Aquél de quien procede la llama de amor viva.

En Van Morrison la fuerza de este mensaje, si bien presente, está más escondida. Mezclada entre los recuerdos de su infancia irlandesa y las descripciones del paisaje urbano que le rodea se llega también a percibir el ansia por el encuentro. Si Juan de la Cruz utiliza los amantes como alegoría del encuentro del alma con Dios, Morrison suele evocarle en sus letras más personales, aunque normalmente no sea su destinatario. Aún así pocas dudas caben sobre la existencia de un diálogo entre los artistas.

Este tipo de interacciones no son, como ya queda dicho, una rareza en el lenguaje artístico. El verdadero autor original entiende desde una temprana fase que no es un ser totalmente aislado, alejado del mundanal ruido. El ser humano es un “zoos politicon” y como tal no puede, ni debe, escapar de su naturaleza. La generación espontánea de ideas es un mito del individualismo más rancio. El hombre necesita la historia, el arte, la literatura y sobre todo a los otros hombres para poder crear. La clave se encuentra en utilizar el depósito que nos han legado generaciones anteriores y contribuir a aumentarlo. Así cobran nuevo sentido las palabras del Cowboy de Belfast cuando cantaba en “Into the Mystic”:

We were born before the wind

Also younger than the sun

Ere the bonnie boat was won as we sailed into the mystic

Hark, now hear the sailors cry

Smell the sea and feel the sky

Let your soul and spirit fly into the mystic

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