Al grito de ¡Vivan las cadenas! Fernando VII era recibido por sus súbditos al ser restituido como monarca absoluto de esta nación llamada España. Nunca antes el pueblo español, célebre por su arrojo y su rebeldía indómita, había mostrado más a las claras su servidumbre; nunca antes el pueblo español, célebre por su audacia, había actuado de forma menos intrépida; Pizarro y Cortés se revolvían en sus tumbas mientras los españoles se rendían entregados al placentero estado de la acedia intelectual, del abandono en las manos de un Estado paternalista encarnado en la figurado de Fernando, el Deseado.
Si hay algo de lo que todos nuestros contemporáneos hablan es de la libertad. La libertad es uno de esos conceptos discutidos y discutibles, como dijo aquél, y su delimitación teórica y práctica ha ocupado mentes y libros a lo largo de toda la historia del pensamiento. Platón entendía la libertad del hombre como directamente relacionada con la ética y con el dominio sobre nosotros mismos. En Aristóteles, por su parte, la libertad se inscribe dentro de la problemática del acto voluntario. No existe, en definitiva, pensador que no haya aportado su particular visión de lo que ésta significa. Sin embargo, nuestros días se caracterizan paradójicamente por el progresivo desgaste de la libertad individual en todas sus manifestaciones.
Los objetos se desgastan, pues, con el uso, y algo parecido ocurre con las ideas, que a fuerza de invocarlas se desnaturalizan perdiendo su significado original. Se habla de libertad más que nunca y se pronuncia como un ritornelo, como “palabra tótem”, para justificar toda suerte de decisiones políticas y personales pero, al mismo tiempo, los humanos vamos poco a poco perdiendo ámbitos de libertad. Nos creemos libres porque se nos conceden pequeñas parcelas de aparente libertad que operan en nuestra psique a modo de triste premio administrado por el amo. La libertad de la que disfrutamos no es más que la galletita que nos recompensa nuestra servil docilidad.
Somos mascotas de un Estado sobredimensionado, hipertrófico, enfermo de elefantiasis y borracho de poder. Ese Estado que disfruta, haciendo gala de un sadismo enfermizo, alargando y acortando la correa que nos ata. Ese Estado que se goza metiéndose en nuestras casas, marcando nuestros pasos e invadiendo nuestra esfera individual y familiar. Nosotros, estúpidas marionetas en sus manos todopoderosas, sentimos a veces el aire fresco de la libertad mientras corremos como llevados por el demonio persiguiendo nuestras propias metas; sin embargo, apenas unos segundos después, el Estado tira vigorosamente de la cadena que nos esclaviza (impuestos, adoctrinamiento, leyes y más leyes) recordándonos con ese repentino tirón lo que realmente somos, algo que jamás deberíamos olvidar: esclavos.
Tuvo que llegar Hayek para concienciarnos a todos de que probablemente no exista servidumbre más humillante que la servidumbre económica. Es la más humillante precisamente porque habilita al Estado para perpetrar toda clase de atropellos en nombre del bien común. Así es, la libertad más necesaria (además de la libertad de conciencia) es la libertad económica y la garantía absoluta, intocable e innegociable, de la propiedad privada. El Estado (y permítanme que hable del Estado como un ser personal en lugar de como una entelequia, a fin de facilitar la comprensión de un concepto tan abstracto) lo sabe, y por eso mismo va progresivamente cercenando nuestra libertad económica mediante impuestos que permiten de un lado controlar las voluntades de los ciudadanos, y de otro alimentar a una vasta cohorte de inútiles con ínfulas de nuevo rico, esto es, a la casta estatal.
No seré yo quien diga que los tributos son malos en sí mismos, porque no lo son. Simplemente deseo abundar en la idea, por otra parte meridianamente obvia, de que el establecimiento de cualquier nuevo impuesto supone un paso atrás de la libertad del individuo obligado a pagar, es decir, del contribuyente. No hace falta haber sido galardonado con el Nobel de Economía para entender este sencillo aserto: Al pagar un impuesto disminuye la renta disponible del pagador, es decir, disminuyen las opciones de consumo o ahorro del mismo y por ende disminuye la libertad del ciudadano para emplear su dinero (¡Sí, SU dinero!, el dinero ganado con el sudor de su frente) en lo que le venga en gana.
Pero, como he explicado anteriormente sin dejar sitio al menor atisbo de duda, los impuestos son necesarios para sufragar los servicios públicos, concepto éste que ha perdido a su vez su sentido primigenio. Servicios públicos son, en virtud de la Teoría clásica de la Hacienda, aquellos servicios que, al no ser rentables para la iniciativa privada, han de ser prestados por el Estado. Como podemos vislumbrar, el nudo gordiano del asunto viene dado por el carácter residual de los servicios públicos: un servicio será público si y sólo si no hay sujetos privados dispuestos a ofertarlos. ¿Responde a esta definición la naturaleza de los servicios denominados públicos que todos conocemos? La respuesta es no para la mayor parte de ellos.
Pues bien, una vez delimitado el concepto cabe preguntarse por qué entonces el Estado maltrata al ciudadano por medio de impuestos a todas luces abusivos y confiscatorios. A mi juicio, dos razones sobresalen entre todas las demás convirtiendo nuestro sistema impositivo en un sistema coherente con la finalidad perseguida por el legislador. En primer lugar, y como ya ha sido apuntado, a más impuestos, menos libertad. Si por un casual termino pagando el 50% de lo que gano en forma de impuestos, las decisiones económicas que podré tomar se verán reducidas al menos a la mitad de lo deseable y de lo posible. Además, esas decisiones económicas que dejo de tomar, las toma el Estado en mi nombre, ofreciéndome servicios que muy probablemente no satisfacen en absoluto mis preferencias individuales.
Sin ánimo de meter el dedo en la llaga, bastan un par de ejemplos palmarios para ilustrar la absurdez del sistema. El Estado detrae imperativamente un porcentaje de lo que como individuo gano para subvencionar la cultura, supongamos que ese porcentaje asciende a veinte euros mensuales. Esa cultura que el Estado subvenciona, imaginemos que nos referimos a un largometraje, puede no coincidir con lo que para mí, que en definitiva soy el cliente, es cultura, es más, puede ser objetivamente un bodrio superlativo e intelectualmente vergonzante, pero no hay opción. ¿No sería más fácil que el individuo subvencionara voluntariamente la cultura que a su entender merece la pena por medio del consumo? Indudablemente sería más fácil, pero sobre todo sería mucho más justo.
Algo similar sucede con el resto de subvenciones. Quizás el ejemplo más delirante sea el referido a las subvenciones otorgadas a distintas ONGs con el dinero de todos. Quizás el lector no ha reparado en que su dinero ha sido regalado a asociaciones y programas tales como “Socialismo sin fronteras”, “Programa por el rescate de la cultura Mazahua”, “Gays y Lesbianas de Mozambique” o la mundialmente conocida “Asociación Extremeña para la Cooperación con la Región Amazónica” (BOE dixit). En mi opinión, lo razonable sería que cada cual empleara la cantidad deseada (entre cero e infinito) en promocionar las obras de caridad más loables. Se trata pues de pasar de una solidaridad impuesta a una caridad voluntaria. A mí me encantaría que mi dinero fuese empleado por Cáritas, por ejemplo, para dar de comida y alojamiento a desahuciados o personas en paro, en lugar de para promover el rescate de la cultura Mazahua, principalmente porque no tengo ni la más remota idea de qué diablos es la cultura Mazahua.
Hay un segundo pilar sobre el que se edifica la gran estafa de nuestro sistema tributario: los privilegios de casta que vienen disfrutando desde hace décadas un selecto grupo de parásitos de verbo enrevesado que revolotean en torno al sector público a costa del dinero de todos. La indignidad de estos malhechores, en cuanto que ciudadanos, rebasa cualquier límite: Karl Popper los describió magistralmente en su inigualable obra La sociedad abierta y sus enemigos. Se trata de individuos que se aprovechan de la tribu convirtiendo esa fatídica idea del estado de bienestar en su propio bienestar. Es el mismo procedimiento cleptocrático fiado a la impunidad de los políticos (algunos, no todos) para enriquecerse a costa del contribuyente.
Podríamos seguir enumerando un sinfín de ultrajes a los que el Estado nos somete por medio de su arma más letal: los impuestos, pero no quiero dejar pasar la oportunidad de dejar abierta la puerta de la esperanza, ya que si nos empeñamos en cambiar el rumbo del hombre moderno, hemos de empezar por reconquistar la libertad perdida y, para ello, no hay mejor sitio por donde empezar que por la libertad económica. Así que, ¡Mueran las cadenas! ¡Viva la libertad!