El motín del té y otros motines

El motín del té y otros motines

Uno de los atractivos turísticos para quien visite Boston es hacer el recorrido trazado por las autoridades turísticas de la ciudad y que se denomina Freedom Trail o Sendero de la Libertad. Está marcado con una línea roja que recorre calles y parques y atraviesa edificios. A la vez que se muestran los monumentos que para ellos son históricos – iglesias, cementerios o edificios oficiales – esa pequeña y agradable ruta se fundamenta en el recordatorio constante de los episodios que forjaron la independencia pero que, antes de conseguirla, instauró en los colonos unos ideales de libertad y de respeto a los derechos que, a la postre, la alentaron, la hicieron imprescindible.

Un episodio que me quedó grabado fue el conocido por el motín del té. Prescindiendo de detalles que no interesan aquí, es la historia misma del sometimiento de la imposición al parlamento, algo que no era nuevo en el siglo XVIII pero que cobró un brío decisivo durante aquellas jornadas. Lo significativo y aleccionador de la historia es que Samuel Adams, uno de los padres de la independencia, se opuso a los gravámenes sobre el té y otros productos básicos que se importaban de la metrópolis porque los colonos no se hallaban representados en el parlamento británico. No taxation without representation. Obviamente, el objetivo de este artículo no es recrear episodios históricos ni sugerir destinos turísticos, sino traer la mencionada historia en lo que tiene de ejemplar, en sentido cervantino. Trasladado a nuestro pequeño mundo mediterráneo aquellas convicciones profundas de los padres fundadores, vemos inmediatamente que no sólo son los principios de legalidad o de reserva de ley (artículo 31 de la Constitución) los que están concernidos por aquel principio estructural.

En otras palabras, que no basta con que el parlamento cree y regule los tributos para dar satisfacción a esa noble aspiración, al menos si la observamos desde un punto de la satisfacción de los principios más esenciales del hombre como centro del Derecho: la libertad, la justicia, la seguridad, la propiedad. Y es que vemos que la materia tributaria se ha convertido en un terreno progresivamente alejado de un patrón de racionalidad y estabilidad y sometido, por el contrario, estrictamente, a las coyunturas del momento. Basta con pensar en los recientes anuncios de subidas de impuestos, con sus idas y venidas, sus sorpresas e incertidumbres y la cuidadosa programación de su anuncio público, que es lo que parece verdaderamente importar, para que nos demos cuenta de que tales maneras de legislar no parecen tener al contribuyente como persona dotada de derechos, sino como vasallo al que esquilmar. La profunda crisis económica que padecemos lo ha teñido todo de un estado sombrío de resignación que ha afectado muy negativamente a la percepción del Derecho por parte de las distintas Administraciones públicas. Cuando se pierde de vista la sumisión a la ley como expresión genuina del quehacer de los poderes públicos, y lo que importa es hacer caja, creo que el ordenamiento jurídico es percibido como un enojoso estorbo que hay que orillar como sea. Así, vemos que la financiación de las entidades locales, siempre problemática y ahora más aun por las adversas circunstancias, trata de recuperarse a base de retorcer el Derecho, exigiendo impuestos desorbitados, programando inspecciones masivas sobre las figuras más peregrinas y, en suma, acosando al ciudadano, al que se ve como un magnífico cítrico presto a ser exprimido.

Las mismas actitudes se ven en las demás administraciones. Se lucha por cada céntimo con tal de que sea económicamente posible, al margen de que lo sea jurídicamente. Se apremian masivamente deudas no notificadas – a mí me ha sucedido, con lo que no hablo de oídas – o se deniegan suspensiones o aplazamientos que en otros tiempos serían perfectamente viables. Lo más grave, con todo, es la concepción de la sanción tributaria, que es uno de los caballos de Troya dentro del Estado de Derecho, como un instrumento más al servicio de la política fiscal, esto es, como otra deuda que complementa a la cuota, lo que significa que cuando se hace necesario allegar recursos inmediatos se rectifican y recrudecen los criterios para su imposición, pasando por alto sus límites estructurales, cuidadosamente elaborados por la jurisprudencia. En tal caso, la culpa necesaria se da por supuesta y se justifica con razones endebles, cuando no peregrinas. Por no hablar del estremecedor uso del delito fiscal como medio oblicuo de hacer efectivas las deudas tributarias, a través del no muy ortodoxo método de asustar al contribuyente para que regularice. Como dijimos en algún otro artículo, hemos pasado del Derecho Penal como última ratio a convertirlo en una secunda ratio. Y se avecina una reforma del Código Penal que va a hacer aún más gravoso el delito fiscal. Entonces, si aquí por ventura trazáramos, como en Boston, un Sendero de la Libertad, ¿qué enseñaríamos al visitante? ¿Cuál sería nuestro motín del té?

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