La agonía del hombre moderno: Diosa democracia

La agonía del hombre moderno: Diosa democracia

Dice un afamado columnista de La Razón, y sin embargo es cierto, que todo buen español está llamado a ser anglófilo y francófobo, por lo que, en cumplimiento de este mandato patriótico, me dispongo a narrar uno de los acontecimientos más siniestros de la ya de por sí siniestra historia de nuestros vecinos. El 10 de noviembre de 1793, París asistía con un júbilo impostado a la entronización de la “Diosa Razón” en la catedral de Notre-Dame. La conversión de esta obra cumbre del gótico en templo de la Razón primero, y en almacén de vinos después, nos brinda una inmejorable metáfora sobre la capacidad del hombre para lo excelso y para lo grotesco: el hombre es ese ser que, como escribió Viktor Frankl, ha inventado la cámara de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padre Nuestro o el Shema Israel en sus labios. Aquel día la ciudad de París, eterna capital de la cultura y fecundo semillero de filósofos, pintores, santos y poetas, se sumió en el terror más oscuro, en una cruenta lucha de hermanos contra hermanos cuyo reguero de sangre se extendería a lo largo de diez interminables años.

He de confesar que la guillotina es, al parecer de un servidor, la genialidad más notable alumbrada por un francés después, claro está, del gol de Zidane en Glasgow. Este artilugio facilitó mucho la consecución de los fines de la Revolución ya que agilizó los trámites “decapitatativos” de todos aquellos que tuvieron la osadía de negarse a venerar a la Razón, erigida, a la sazón, en diosa de nuevo cuño. Y también, ya puestos, el invento del cirujano francés Joseph Ignace Guillotin fue utilizado para ajusticiar a quienes que no tuvieran callos en las manos y a los que supieran leer; credenciales de la oprobiosa aristocracia. Pero todo empezó, recapitulemos, por elevar la democracia a los altares…

Algo parecido estamos viviendo ahora aunque, por fortuna, aún no haya rodado la primera cabeza. La Democracia se ha convertido en la nueva diosa a la que hay que venerar so pena de excomunión social y el culto a la misma en la nueva religión, más opio del pueblo que ninguna, cuya práctica deja a los pies de los caballos la dignidad y el honor del género humano. Si para convertirse en un buen ciudadano hay que proclamar la fe en la democracia, discúlpenme señores pero eso sólo tiene un nombre y ese nombre es tiranía, aunque su capital no sea Pyongyang o La Habana. Conmigo que no cuenten.

Algunos se preguntarán cómo es posible hablar de tiranía cuando en ningún otro momento histórico los hombres habían disfrutado de tanta libertad y de tantos derechos. Si bien es cierto que las tiranías clásicas se caracterizaban por reprimir la libertad y negar los derechos, los hombres tenían conciencia de dicha represión ya que se sentían privados de algo que por naturaleza les correspondía. Sin embargo, esos derechos ambicionados antaño, y con razón, por todos los hombres, nos los venden hogaño como concesiones graciosas del poder, que cada día hemos de agradecer servilmente a quienes ocupan la poltrona. De esta manera, dotado de una libertad (aparente) sin límites, el ciudadano ha empezado a desenvolverse como una suerte de niño mimado que ve colmadas todas sus apetencias por unos derechos en continua expansión. Los hombres sometidos a las tiranías clásicas al menos se sabían oprimidos por un poder que violentaba su naturaleza, mientras que el hombre actual, genuflexo y satisfecho, es más rehén que nunca de esa Diosa de 35 años llamada Democracia. Y lo que te rondaré morena.

Nunca como en nuestra época se había venerado tan sumisamente a la democracia; pero cuando un sistema de gobierno es objeto de idolatría es que algo empieza a oler a podrido, algo empieza a corromperse. Sirvan como muestra los incontables casos de corrupción que se desparraman por la piel de toro, a los que no son ajenos ni tan siquiera los miembros de la Familia Real. Precisamente los sacerdotes del templo, esos que nos dan lecciones de democracia con discursos grandilocuentes y nos adoctrinan en la fe democrática son los que más apestan a podrido, por mucho que se empeñen en silbar y mirar hacia otro lado como si la cosa no fuera con ellos. La democracia ha degenerado, y lo ha hecho porque un sistema cuya viabilidad está en manos de los más zoquetes de la tribu no tiene visos de sobrevivir muchos años más.

Por otra parte, quienes utilizan el término tiranía como sinónimo de totalitarismo yerran el tiro de forma calamitosa, puesto que olvidan que la tiranía no es más que la degeneración de un sistema político, cualesquiera que sean las características que definen al mismo. Por lo tanto, la tiranía en sí misma no constituye una forma de gobierno, sino que se adapta a la forma de gobierno utilizada en cada época y también, tal y como estamos viendo, a la democracia.

¿Pero cómo diablos hemos podido llegar hasta aquí? Pregunta difícil de responder al no ser pocos los factores que han coadyuvado pero entre los mismos me quedo con tres. En primer lugar, para generar un ejército de muyahidines de la democracia dispuesto a inmolarse por ella es preciso doblegar sus voluntades y, para ello, nada más eficaz e inmediato que destruir el sistema educativo en pos de una pretendida y falsa modernidad. Para ser libre es preciso ser culto; y para ser culto son necesarios unos conocimientos humanísticos que carecen de utilidad práctica inmediata. La labor de los apóstoles de la demagogia (democracia degenerada según Aristóteles) ha consistido en suprimir de los planes de estudio aquellas asignaturas que verdaderamente enseñan a pensar y en fomentar, al mismo tiempo, materias técnicas y sumamente especializadas a fin de evitar que, merced a un conocimiento profundo e interdisciplinar, los alumnos puedan percatarse de que les están robando la cartera.

En segundo lugar, la nueva tiranía postula la “desvinculación” de los individuos de todo lo que pueda fortalecer su voluntad; se trata de formatear el disco duro borrando todo lo que genera un sentimiento de pertenencia. En este sentido, basta con mencionar la obsesión de algunos próceres de la política por reescribir la Historia con el objetivo de suprimir el respeto por la patria, por la Historia misma y por los ancestros. Del mismo modo, se lucha por destruir la familia ya que ésta representa el vínculo por excelencia en el que los seres humanos encuentran su fortaleza al cobijo del hogar. Sin familia somos mucho más vulnerables y moldeables al antojo de cualquier demagogo. Finalmente, la nueva tiranía combate con denuedo contra la religión puesto que representa el único enemigo que le resta por abatir: la religión predica que el hombre se hace libre a través del conocimiento de la Verdad, y esta conclusión incomoda sobremanera a quienes tienen por norma deformar la Verdad en beneficio propio y en perjuicio de todos.

En tercer y último lugar, la degeneración de la democracia se asienta en la creciente “fisiologización” de los individuos, o lo que es lo mismo, en nuestra progresiva despersonalización y consecuente animalización. La suma de egoísmos se instala en la sociedad quebrantando una de las reglas básicas insertas en nuestro genotipo: el hombre no es un animal cualquiera, y por consiguiente, está llamado a mucho más. En cambio, el Sistema nos configura para que seamos rehenes de nuestras propias pasiones, animalitos que se dejan llevar por los vaivenes del bajo vientre. Así todo es más fácil; mientras que los ciudadanos se desesperen procurando dar satisfacción a sus caprichos, no amenazarán con rebelarse ante la idiotez generalizada. Los amos del cortijo disfrutan manejando a placer figuritas débiles, blandengues y flojuchas, mansas. “¡Come y calla!” parecen espetarnos entre carcajadas.

Termino con una nota aclaratoria que, por justicia, le debo a alguna de las cuatro lectoras que todavía me aguantan (y gratis, algo sorprendente). Me afea el pesimismo que desprende mi serie de artículos publicados bajo el rótulo “La agonía del hombre moderno”. Asumo y acato la crítica en silencio (nunca mejor dicho) pero permítanme, en mi descargo, justificar de alguna forma estas letras desabridas y cáusticas sobre la sociedad actual. Aspiro, con Chesterton, a que un pequeño grupo de hombres que tengan el coraje de ser inactuales se decida a cambiar el mundo, y para ello estimo que no hay nada más útil que un diagnóstico realista. Para sustitutivos edulcorados y buenistas, enciendan la televisión y acto seguido encarguen una estatua de la diosa Belén Esteban. Amén, amén.

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