Siempre he defendido, aun a riesgo de ser condenado al ostracismo cultural, que la gastronomía merece sobradamente un lugar entre las grandes expresiones del arte; si el cine se ganó, a raíz del Manifiesto de las siete artes (1911) de Riciotto Canudo, el título de “séptimo arte”, la gastronomía encierra la sofisticación suficiente y el misterio requerido como para ocupar la octava posición en tan celebérrima lista. El arte es arte porque nos permite convertir la materia, inerte y prosaica, en pedazos de Cielo. Desde tiempos pretéritos, las obras de arte se han manifestado como participaciones de lo excelso, de lo absoluto, de lo imposible, y es en este carácter místico del arte donde precisamente reside su Belleza.
El ser humano se burla cruelmente de su animalidad por medio de la gastronomía. Sólo el homo sapiens se atreve a convertir en cultura la ingesta de alimentos, acto puramente fisiológico y carente de la más mínima sofisticación para el resto de animales. Desde mi humilde punto de vista, los restaurantes (entiéndanse los buenos) se revelan como templos en los que los hombres celebran la Vida y se ríen de la fatuidad de la muerte; los fogones son pinceles y las bandejas vitrinas de museo. Estoy seguro de que un solomillo de ternera con pimientos de Lodosa y patatas crujientes, regado con Valbuena Quinto Año puede conmover a los ángeles tanto como el Let´s do it, let´s fall in love de Cole Porter o el mejor cuento de Borges; y, para colmo, trae en sus vapores aromas de eternidad.
Avisado queda el lector de mi devoción por la buena mesa así que, sólo por hoy, permítame el atrevimiento de hablar de McDonald´s y no se me enoje, por favor: sirvan como exorcismo los dos primeros párrafos de este artículo. La McDonalización de la sociedad es un neologismo acuñado por el sociólogo norteamericano George Ritzer en su obra McDonaldization of Society para referirse a una realidad compleja. En román paladino, podemos definir este fenómeno como la aplicación de los principios que rigen el funcionamiento de la cadena de comida rápida a otras parcelas de la sociedad. Se trata, por tanto, del proceso en virtud del cual la civilización occidental hace suyos los principios y valores que inspiran la fórmula del éxito de esta compañía. Pero, la pregunta es, ¿Cuáles son esos principios? El profesor Ritzer ha sido capaz de sintetizarlos en cuatro puntos clave que a renglón seguido paso a comentar.
En primer lugar, la eficiencia, entendida como la habilidad de emplear el método más práctico y directo para cumplir una tarea en el menor tiempo posible. Nadie duda de que el hombre moderno vive a la carrera; agobiado por un sinfín de obligaciones y responsabilidades que se precipitan sobre su alma como una losa; derrotado siempre, día tras día, en la batalla contra un reloj que avanza inexorablemente más y más rápido. Sin embargo, que vivamos urgidos por la prisa no significa que el tiempo nos dé más de sí, ni tampoco que seamos capaces de realizar más cosas en menos tiempo; simple y llanamente vivimos absorbidos por un estilo de vida extenuante, al cual resulta casi imposible mantenerse ajeno. Digamos que el hombre se asoma a la calle a primera hora de la mañana y contempla con asombro cómo todo el mundo corre y en lugar de preguntarse por qué, se suma a la carrera hacia ninguna parte. Puesto que vivimos a la carrera, dedicar tiempo al refinamiento intelectual, a la familia, a los amigos o a la gastronomía se nos antojan conductas sacrílegas e irresponsables.
En segundo lugar, la McDonalización de la sociedad tiene a la cuantificación como norma, ya que lo que no se puede medir no existe. Se trata de confeccionar una sociedad que mida la educación con baremos de productividad parecidos a los que miden el rendimiento industrial. Razón de más por la que se tiende a infravalorar algunas aptitudes que no se prestan fácilmente a la medición, tanto en el entorno laboral como en el resto de parcelas de la vida cotidiana. Ciertamente, algunos avances como la Inteligencia Emocional de Daniel Goleman evidencian que se están dando los primeros pasos en la lucha contra esta orgía mecanicista y abren la puerta a un futuro algo menos trágico.
En tercer lugar, previsibilidad. Al Sistema que nos subyuga le horroriza esa genialidad tan nuestra, tan española, que es la improvisación. Precisamente dada la exigencia de previsibilidad, nos dirigimos hacia un abismo en el que los hombres se desenvolverán como máquinas y el ingenio o la creatividad serán sofocados a fin de asegurar que los días sigan siendo tan grises como hasta ahora. En definitiva, nos han metido en la cabeza que el mercado laboral necesita trabajadores diseñados al gusto de Angela Merkel. Pero, en mi opinión, la gravedad de este planteamiento excede lo dicho hasta ahora: el imperio de la previsibilidad conduce a una atrofia general del ser humano, de sus potencialidades y de su individualidad: se busca un ejército de autómatas disciplinados y obedientes que atesore simples y frías competencias técnicas.
Y, finalmente, control. Los ciudadanos deben ser patrocinados, normalizados y, donde sea posible, sustituidos por tecnologías no humanas. ¿No representa esta pretensión un intento por doblegar las voluntades al estilo de los totalitarismos más execrables? Primero perdimos la fe en el hombre y, a consecuencia de ello, nadie se fía hoy de lo que los demás hacen salvo que pueda acreditarse mediante mecanismos de control. De alguna manera, hemos traspasado la frontera de la ficción y nos hemos adentrado, en calidad de personajes, en una distopía magistral, ya sea 1984 de Orwell o Brave New World de Huxley.
No me cabe el menor atisbo de duda de que las sociedades occidentales se encuentran en este momento inmersas en un proceso de paulatina homogenización a costa de las peculiaridades culturales nacionales. En este proceso, el gato al agua se lo lleva el más fuerte, esto es, la mixtura de diversas vanguardias contemporáneas norteamericanas. Dicho en pocas palabras, la McDonalización no dista mucho de ser la progresiva americanización de la sociedad europea, lo que se traduce inevitablemente en el empobrecimiento cultural y social de esta última.
Guste o no, todo el mundo sabe que los soldados que desfilaron en París en agosto de 1944 tras la victoria aliada no fueron los mismos que desembarcaron dos meses antes en Normandía. El mundo funciona así, a base de roles que estamos obligados a desempeñar en este teatro calderoniano con la mayor dignidad que nos seas posible; son las regla del juego. Unos cuantos se rompen los cuernos en la sombra para conseguir que otros tantos disfruten mañana de las conquistas logradas. Estoy seguro de que a mi generación le corresponde desembarcar en Normandía, reconstruir la civilización occidental a partir de sus escombros; y ya les tocará a nuestros hijos, o a los hijos de nuestros hijos, desfilar por los Campos Elíseos y sembrar por todo el mundo la abundancia de nuestra superioridad intelectual. Hoy es el día D.
Les invito a luchar a brazo partido contra la McDonalización de la civilización occidental y en defensa de los valores más genuinamente nuestros. Mas, a diferencia de lo que se estila en otras contiendas, nuestro ejército entonará un canto de guerra compuesto, supongamos, que por Cole Porter; y la hoja de ruta saldrá de la pluma de Jorge Luis Borges; y ¿por qué no?, el rancho de la soldadesca será a base de solomillos de ternera, con pimientos de Lodosa y patatas crujientes; y, finalmente, en la cantimplora llevaremos, por poner un ejemplo, Valbuena Quinto Año. Y ahora no me digan que esta batalla no merece la pena librarla…