La agonía del hombre moderno: Los políticos

La agonía del hombre moderno: Los políticos

Ojeo u hojeo, que para el caso vienen a significar lo mismo, la edición británica del Financial Times y compruebo, atónito, que España se ha ganado un inusual puesto de honor en la portada del rotativo. Dicho esto, invito al lector a especular sobre los posibles titulares de la noticia de marras pero, aviso para navegantes, los términos recuperación, crecimiento, o prosperidad no aparecen en el texto. Muy al contrario, la noticia versa sobre nuestro producto más universal, y no, no me refiero al jamón ibérico, ni a Don Quijote o a Julio Iglesias, ni tan siquiera al Real Madrid; me refiero a la corrupción, ese vicio tan desgraciadamente nuestro cuyas últimas manifestaciones están haciendo temblar los cimientos de los grandes partidos.

A diferencia de lo que muchos puedan pensar, la corrupción no introduce nada nuevo en el panorama político español, más bien cabe afirmar que ha ido estrechamente ligada a nuestro devenir histórico como nación, mostrándose harto más virulenta en los períodos pretendidamente más democráticos, de tal forma que la primera y la segunda repúblicas, ambas de infausta memoria, compiten con estos últimos treinta años (¿de paz?) en el campeonato de la desvergüenza y del trinque. Quizás una de las mejores descripciones de la corrupción y de lo aficionados a ella que tienden a ser los políticos profesionales la encontramos en el Manifiesto de Miguel Primo de Rivera en “La Vanguardia” (por entonces “La Vanguardia Española”) de 13 de septiembre de 1923 con el que justificaba su golpe militar.

La corrupción, como vemos, ha estado presente en diferentes etapas de la Historia de España, con diferentes dinastías e incluso bajo el imperio de diferentes formas de Estado. Además, es un rasgo común a todas las fuerzas del espectro político; casi ningún partido se salva. Siendo así, considero que la corrupción debe ser abordada y combatida desde el convencimiento de que se trata de un vicio inherente a la clase política que, desde Cánovas y Sagasta en adelante, ha venido funcionando a modo de casta. Si queremos atajar de raíz este problema, debemos concentrar todos nuestros esfuerzos en la tarea de regenerar y redefinir la función del político en lugar de aspirar a una regeneración abstracta e irrealizable de la clase política en su conjunto.

Dicho en román paladino, la política se ha convertido en una salida profesional fácil y rentable para inteligencias mediocres. Existen al respecto excepciones notabilísimas en todos los partidos: ciudadanos que deciden dar el salto a la política para ponerse temporalmente (conviene incidir en este importante matiz) al servicio de sus iguales. Pero la clase de tropa de la política, esto es, la inmensa mayoría de los concejales, diputados, senadores, así como sus asesores y los asesores de sus asesores, está formada por individuos a los que no les resultaría nada fácil encontrar un puesto de trabajo en la sociedad civil, es decir, en la vida real, es decir, allende el “Matrix” que representa la política. Para llegar a lo más alto les basta enrolarse en uno de los grandes partidos y destacar por los méritos que más aprecian los de arriba: lealtad, sumisión y adhesión hitleriana e irreflexiva al argumentario del partido. Esta es la principal razón en virtud de la cual los políticos profesionales se aferran al escaño como a un clavo ardiendo: no tienen otro sitio adonde ir.

Una de las principales causas de la putrefacción de la clase política es su escasa retribución. Entiendo que algún lector pueda experimentar indignación al leer esta afirmación tan categórica pero le animo que continúe leyendo. Me explico: cualquier directivo de una gran empresa gana entre cinco y diez veces más de lo que ganan los directivos de España S.A. Sirva como ejemplo el caso del Ayuntamiento de Madrid: tiene nada menos que 29.500 empleados y el sueldo de su alcaldesa acaba de ser limitado por el Ejecutivo central a 68.981 euros anuales. Sin embargo, estoy convencido de que el presidente o consejero delegado de cualquier empresa con un número de empleados equiparable cifrará su salario anual por encima del millón de euros (tirando a la baja). Los mejores profesionales, aquéllos que han sabido imponerse en un entorno laboral altamente competitivo, no sienten la menor atracción por el servicio público porque, de un lado, les obligaría a renunciar a abultados salarios y bonus y, de otro, les colocaría en una posición similar, en términos de prestigio social, a la de muchos politicastros sin formación y sin moral que se arrogan la representación de la clase política.

Es de común aceptación el hecho de que el sistema de partidos no funciona, que está más que agotado y que hay que cambiarlo, puesto que todos sabemos que los partidos son los cauces adecuados que facilitan el flujo de las corruptelas. Se empeñan en promover a los menos capaces, pero fieles, ya que la presencia incómoda de personas formadas que pudieran cuestionar el pensamiento único impuesto por el macho alfa del partido podría poner en peligro la supervivencia de tan lucrativo tinglado. Pero, además de estar dirigidos por políticos profesionales con escasos conocimientos, los partidos mayoritarios no son democráticos en su funcionamiento interno; no lo son porque no cumplen con los requisitos básicos que se han de exigir a cualquier institución democrática: representación, control y participación. Los partidos funcionan como circuitos cerrados en los que se libran sangrientas guerras de poder entre clanes pero donde el militante de base tiene poco o nada que decir. Esta disfunción lleva a que la militancia y los votantes se sientan impotentes ante una legislación de partidos injusta y responsable del colapso en que nos encontramos.

Coincido con el abogado, profesor de Derecho Mercantil y notario Antonio García-Trevijano en que las democracias han de ser evaluadas no por la capacidad de elegir a los dirigentes sino por la capacidad de echarlos. España, en este sentido, se ha dotado de una constitución que no permite a sus ciudadanos botar (que sí votar) a sus gobernantes y en cambio blinda las prerrogativas de éstos durante al menos cuatro años. Una mayoría absoluta en España supone una patente de corso frente a los ciudadanos, frente a la oposición y, lo que es incluso más grave, frente a la Justicia. Urge, en consecuencia, reformar la legislación de partidos para que puedan cumplir debidamente la noble tarea de representar a los españoles en las Cortes.

Urge, a su vez, cambiar el sistema de financiación de los partidos políticos. En última instancia los partidos son asociaciones y, como tales, deberían sufragar sus gastos con el dinero recaudado a partir de las cuotas de sus afiliados. De lo contrario, la corrupción seguirá estando presente, ya que como el dinero público no es de nadie (Magdalena Álvarez dixit) da menos pena gastarlo. Las subvenciones permiten a los jerarcas de los partidos manejar cantidades ingentes de dinero público que éstos se encargan de malgastar en actividades innecesarias tales como escuelas de verano, escuelas de invierno, convenciones, cenas, comidas, viajes, visitas institucionales y un larguísimo etcétera de futilidades.

En resumen, creo que la vía más eficaz para poner fin a la corrupción pasa por desarticular el actual sistema de partidos y por conseguir que sean los mejores quienes se encarguen de gestionar nuestro dinero; a fin de cuentas somos nosotros y no ellos los que acabamos pagando la fiesta. Para ello, defiendo la idea de que ningún ciudadano pueda acercarse a la política con el fin de hacer fortuna mas, no obstante, considero que los salarios deberían estar ligados a la responsabilidad del cargo. Con políticos bien preparados y bien pagados, las probabilidades de que metan la mano en la caja se verían reducidas ostensiblemente. Ahora bien, un endurecimiento de las penas es a su vez necesario para disuadir de conductas delictivas.

Pero no me gustaría terminar este artículo sin profundizar aún más en el porqué de la corrupción como fenómeno sociológico. Cuando el ser humano le pierde el respeto a su Dios, se lo pierde a sí mismo y acto seguido se transforma en un depredador monstruoso capaz de los peores errores y de los peores horrores. La crisis que sufrimos es mucho más que una crisis económica: vivimos una de las peores crisis de valores de nuestra Historia, una de cuyas más flagrantes manifestaciones es la corrupción política. Pero la puerta de la esperanza continúa abierta de par en par. Discrepo con Fouché en eso de que todos los hombres tienen un precio; creo que son muchos los que piensan que no hay suficiente dinero en el mundo como para pagar el precio de la propia conciencia. Este tipo de hombres serán los que inventen una forma diferente de hacer política, caracterizada por la honradez y el compromiso. Probablemente no acumularán grandes fortunas en Suiza pero, eso sí, dormirán a pierna suelta todos los días de sus vidas. Que no es poco.

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