La agonía del hombre moderno: el silencio

La agonía del hombre moderno: el silencio

Los autobuses de Dublín son como los autobuses de cualquier otro sitio pero de dos plantas. A mi entender, esta característica debería ser aprovechada por los usuarios para satisfacer su curiosidad escrutando el paisaje y el paisanaje, a diestra y a siniestra, o al menos discutiendo sobre el tiempo con el partenaire de turno.

Pero no, a los habitantes de esta ciudad les importa un comino las ventanas, los autobuses, los pasajeros, los mendigos, la lluvia, el paisaje, el paisanaje, los coches y los ruidos. Lo importante, lo tranquilizador, es encontrar el asiento óptimo, preferiblemente el más solitario y alejado de todos; acto seguido enchufarse el (o al) iPod o cachivache análogo y sumergirse en un nirvana jamaicano en el que la actividad cerebral quede reducida al mínimo indispensable para la supervivencia. Si el usuario no consigue anestesiarse debidamente por medio de la morfina musical, siempre quedará la droga dura del What´s App. Infalible idiotizante.

Sin embargo, y en honor a la verdad, lo que ocurre en Dublín ocurre en todas las ciudades de la vieja Europa y en un amplio abanico de situaciones en las que el hombre moderno huye del silencio y, en consecuencia, huye de la intelijencia (con “j” juanramoniana) y de la trascendencia. Parece ser que, desde que algún pijo de la gauche caviar escribiera aquello de “la inteligencia me persigue, pero yo soy más rápido» en los albores del catastrófico Mayo del 68, los jóvenes han ido buscando anestesias varias para acallar esa voz que todos albergamos en nuestro interior que nos invita a hacer preguntas y a buscar respuestas, a volar alto, a pensar, a aprovechar el tiempo, a reflexionar sobre lo que nos rodea… en definitiva, a tomar partido por la excelencia y a dejar en la cuneta la vida meramente animal a la que tratan de arrastrarnos el ambiente y nuestra propia naturaleza imperfecta.

Según Descartes, el hombre está entre Dios y la nada, y tiene que elegir. Pues bien, mi generación parece tenerlo claro pues si algo define a esta sociedad es el nihilismo; la nada absoluta que cubre con su nigérrima sombra todas las facetas de la vida. El consumismo, los afectos desordenados, el miedo al compromiso, la tecnificación, el aburrimiento, la depresión, la banalización del arte y la cultura y, por supuesto, el miedo al silencio son algunas de las muestras más conspicuas de la agonía del hombre moderno; boqueadas premonitorias de un óbito inminente al que sólo podrán frenar un puñado de hombres y mujeres convencidos de que existe una forma diferente de vivir y de morir. ¡Progreso! ¡Ciencia! ¡Tecnología! ¿Y después qué? Luchar contra el estúpido mesianismo del Progreso que se ha propuesto destruir todo lo bello se convierte en la tarea más urgente e ilusionante para el hombre de bien del siglo XXI. Coincido con Chesterton en que los hombres inventan nuevos ideales porque no se atreven a alcanzar los viejos ideales; miran hacia delante con entusiasmo porque tienen miedo de mirar hacia atrás.

Pero vayamos al nudo gordiano del asunto, ¿Qué tiene de aterrador el silencio que hace que todos huyan despavoridos? La respuesta es bien sencilla: en el silencio el hombre se enfrenta a sí mismo y a su humanidad en un campo de batalla donde la conciencia pronuncia ese memento mori testimoniado por Tertuliano:

“Respice post te! Hominem te esse memento!” . ¡Mira tras de ti! ¡Recuerda que eres un hombre (y no un dios)!.

Tertuliano atribuía la frase al siervo que, durante los desfiles triunfales de los generales victoriosos por las calles de Roma, se encargaba de ir detrás del héroe recordándole la finitud de su vida. Huelga decir que la finalidad de este trabajo no era otra que la de servir de contrapeso al endiosamiento humano ante el que los militares podían sucumbir. Por el contrario, el hombre moderno necesita que se le recuerde lo mismo pero con una finalidad diametralmente opuesta: que se dé cuenta de que está hecho para algo más, de que existe algo más allá de la materia y de los sentidos, y de que el desarrollo de esas potencialidades inherentes es urgente ya que la muerte acostumbra a poner fin de cuajo y con desgarro a nuestra breve intervención en el teatro del mundo.

Más tarde o más temprano la muerte sale al encuentro. Es entonces cuando el hombre moderno cae en la cuenta de los ratos de silencio que desperdició, de lo fácil que hubiera sido emplearse a fondo en la fascinante aventura de las preguntas y las respuestas. Es entonces cuando el hombre moderno se reconoce imbécil y empieza a dar los primeros pasos por el camino del Bien, la Belleza y la Verdad. Es entonces cuando el hombre moderno se convierte en hombre, aunque quizás ya sea demasiado tarde.

Pero no hace falta esperar a que la parca nos llame a filas para rebelarnos contra la estupidez. El mejor momento es ahora. Esta rebelión exige la decidida movilización de todas nuestras fuerzas para poder luchar sin descanso en diferentes frentes. Exige, sobre todo, una formación intelectual y dialéctica sólida que nos permita librar la batalla de las ideas sin complejos y con autoridad, formación que difícilmente adquiriremos si no es por medio del estudio, de la lectura y del silencio. Vivimos tiempos en los que se propugna veladamente la cultura del pensamiento único. El establishment se encarga de conceder graciosamente la categoría de intelectual a quien demuestra durante años una inquebrantable adhesión hitleriana a lo políticamente correcto. Precisamente esos “intelectuales”, esa cohorte de aduladores y palmeros, esos pelotas militantes e irredentos, no encajan en el perfil del auténtico intelectual, que es, por encima de todo, libre.

El establishment tiembla cuando los ciudadanos piensan. Para evitarlo, desde las administraciones públicas se fomenta el ocio fácil y se excluye la filosofía y la religión de los programas académicos en las escuelas. Por otra parte, la participación política se organiza por medio de los partidos políticos, verdaderos campos de concentración mental en los que se adoctrina con simples slogans pero se margina a los que piensan. Esta estrategia de educar en la irreflexión les ha granjeado ingentes beneficios, el primero de todos hacer que el ciudadano quede al albur del capricho del gobernante de turno.

El silencio es el instrumento de trabajo necesario para los que quieren ser libres. Sin silencio es imposible pensar y conocerse. Quizás esta segunda vertiente de introspección sea la única aceptada y compartida por los hombres modernos, los cuales creen encontrar en el yoga, y en todo lo que huele a incienso, una vía de escape, un argumentario primitivo que le da sentido a su existencia inane. Depositan en las máximas orientales y en simples aforismos de calendario una confianza ciega por aquello de que lo exótico vende más, con el debido respeto, el pensamiento oriental es al occidental lo que un bolso de los chinos a un Louis Vuitton. Pero con estos mimbres no se puede hacer más que este cesto. Lo cierto es que los únicos que cultivan el silencio en esta sociedad 2.0, aparte de algún que otro outsider como el que firma estas letras, son los que viven orientados (¿o desorientados?) hacia lo Oriental.

La tríada capitolina enemiga del silencio la forman la televisión, internet y los gadgets electrónicos, si bien la primera va perdiendo terreno a favor de los otros dos. Para el fin que nos ocupa, esto es, el refinamiento intelectual de toda una generación, es altamente recomendable prescindir de la primera y los terceros y utilizar con racanería el segundo. Los que proceden según esta máxima suelen experimentar una conversión paulina, tumbativa, que les lleva a percatarse de que el silencio no era tan aterrador como parecía, muy al contrario, el silencio es un frondoso vergel el que se pueden recolectar deliciosos frutos; manjares del alma.

Es pues de justicia, hacer proselitismo del silencio y de la reflexión, Sapere aude!, pues no se ha hecho la luz para esconderla debajo del celemín. La empresa a lo que invito se presenta como harto espinosa pero, si consiguiéramos que nuestros contemporáneos dedicaran quince minutos al día a pensar, estoy convencido de que la sociedad se tornaría en más humana.

Ya se acerca la hora del lunch. Los dublineses devoran ansiosos simples y saludables sándwiches mientras continúan trabajando ante las pantallas de sus ordenadores portátiles. Ya no queda ni rastro del silencio…

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